George, the best
Como pronosticaban sus médicos y sus vecinos, George Best ha hecho su último viaje según el horario previsto. Algunos deudos, un par de celadores, un paciente de vesícula y los tipos del frac que envía la funeraria le han apagado el respirador y han cumplido rigurosamente con las pompas que ilustran toda necrología. Han firmado la esquela, han mirado a cámara, han metido al finado en una bolsa de cremallera y se lo han llevado de la UVI al cementerio sin esperar al domingo.
Al verle pasar en el coche escoba, tres o cuatro curiosos aprovecharon la solemnidad del tránsito para recitar una sola jaculatoria: "Ya lo decía yo".
Desde los treinta años, George había vivido en un estanque de ginebra. Atrapado en la sentina de su pub de cabecera, el lugar que los taberneros reservan a los clientes empedernidos, exploró todos los tonos ámbar que pueden pasar por un vaso. Bajo la mirada confusa de una corte de melancólicos, puro material de desguace, se convirtió poco a poco en una destilería móvil; participó en veinte reyertas, repasó a media voz su podrida historia de futbolista y siguió el itinerario del perfecto bebedor profesional: perdió color, perdió el paso y, mientras vomitaba sus doscientos mejores goles, cayó en el pozo del gin-tonic.
Como buen norirlandés, George fue, sin embargo, el extremo metálico del Manchester United. Con algo más de veinte años, se acorazó en sus propias costillas, se dejó el flequillo pop que distinguía a los músicos locales y luego, bien montado sobre aquellas zancas en las que sólo había hueso, nervio y tendón, se cargó de electricidad y empezó a pegar los chispazos de la torre.
Daba gusto verlo. En aquella época, la Premier League vivía del recuerdo de sir Stanley Matthews y disfrutaba de lumbreras como Bobby Charlton, pero la media inglesa se acercaba más a Nobby Stiles, aquel barrenero que había perdido toda la dentadura salvo los colmillos: se quitaba la prótesis, venía por la espalda y te volaba el puente del pie al menor descuido.
En eso llegó George. A despecho de sus orígenes familiares, pertenecía a la misma tribu que dos contemporáneos nacidos muy lejos de las islas. Era la otra cara del ruso Oleg Blokhin, un zocato de hielo que podía haberse ganado la vida en el Bolshoi, y el hermano travieso de Dragan Dzajic, un elegante zurdo yugoslavo que tenía la zancada más cortante del mundo.
Desde los callejones de Old Trafford, el afilado George se convirtió en el rey del zigzag, sacó el fútbol británico de las catacumbas y saltó al siglo XXI.
Acto seguido sufrió el primer mareo. Cuando quisimos darnos cuenta, era un corcho de ojos azules.
Aunque ya estaba muerto, por fin ha conseguido el certificado de defunción.
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