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Reportaje:PASEOS

En la senda de Camarón

El autor recorre esteros y marismas partiendo de La Punta del Boquerón en el litoral atlántico de San Fernando (Cádiz)

Herederas de una lucha secular entre la tierra y el mar, las marismas conforman un hermoso y singular paisaje que ocupa una gran parte del interior de la Bahía de Cádiz. Desde cualquier alto se puede observar ese bajorrelieve de musgo y agua que se ordena entre líneas y cuadrículas, entre caños y esteros.

Viajando en tren de Jerez a Cádiz se puede obtener otra impresión de este paisaje. Apenas superada la sierra de San Cristóbal, camino de El Puerto, se accede a un panorama que se hará más palpable entre las estaciones de Puerto Real y San Fernando: parcelaciones geométricas de agua que se inundan según las mareas o a través de compuertas. Los anchos canales se alternan con una infinita sucesión de esteros. Aquí se yergue una palmera, allá se levanta una blanca casa salinera o la montaña salobre que absorbe la luz siempre clara de este enclave.

El hombre, a lo largo de los siglos, ha intervenido en este paisaje y lo ha domesticado para extraer de él riquezas como la sal y el pescado de estero. Históricamente apreciado, este pescado de intenso sabor es fruto de una tradición artesanal que anticipó la moderna acuicultura. Pero de sabores hablaremos más tarde, porque la primera invitación es a disfrutar una de las rutas que se ofertan dentro del Parque Natural de la Bahía.

Se partirá desde La Isla de León, concretamente desde la Playa del Castillo. Allí nace la Punta del Boquerón, una flecha de arena en dirección sur que, con la marea baja, terminará adentrándose casi en el Atlántico, frente al enclave mágico del Castillo de Sancti Petri,topónimo que también nombra a un viejo poblado atunero y al caño que se abre delante de él. El trayecto es suave, no lleva más de dos horas entre ida y vuelta, y proporciona todo un cúmulo de sensaciones placenteras: aire libre, luz y silencio.

Con los pies en la arena, se camina teniendo al levante la marisma, una vieja salina abandonada que recupera ahora su estado original. Al poniente, la ancha playa de fina arena y el Atlántico. El sendero se abre paso paralelo a un caño limoso plagado de cangrejos que se esconden en el fango apenas intuyen al caminante. Pronto, una cadena de dunas ocultará el mar y se camina ya protegido del poniente por una pared vegetal de retama. Esa formación, que se extiende a lo largo de toda la punta hasta hacerse casi loma suave, viene a constituir una suerte de columna vertebral que posibilita la convivencia de dos ecosistemas tan cercanos como distintos. En pocos metros, la arena y el mar abierto separados del fango, de la oscura vegetación de la marisma y de sus aguas encauzadas en donde saltan y se zambullen los peces.

Un paisaje que renovará sus colores según la estación en que se visite: el amarillo de la primavera, el rosa de los flamencos cuando, en otoño, se detengan en sus migraciones. Conviene hacer un alto, mediado el camino, y demorarse en contemplar esos dos ámbitos en sus pequeños detalles. Existen paneles que explican e ilustran la flora de la zona que crece a pesar de la dureza del medio y que se podría reconocer en un mínimo estudio de campo. De ese modo, sale gratis la ilusión de sentirse naturista por un día y ponerle nombre a esa heroica vegetación.

Las dunas pueden tener, además, una función de refugio que será de suma utilidad para que el paseante se cobije en ellas del viento de poniente o del de levante, los dos tan comunes en esta tierra. En cualquier momento puede uno detenerse y empaparse de uno de esos regalos que proporciona el paseo: el silencio. Sólo lo rompe el viento o el canto de las grandes aves que pueblan la vieja salina.

Entre la retama, también pían nerviosos los pájaros más pequeños. Ese silencio y la transparencia que lo inunda todo proporcionan al caminante una paz inigualable a escasa distancia de las ciudades -San Fernando, Chiclana y Medina en los días claros- cuyos caseríos son visibles en la lejanía. Reanudado el camino, pronto se hace presente como una aparición el islote de Sancti Petri, un legendario enclave marino sobre el que se superponen las huellas de culturas ancestrales. Los fenicios adoraron allí a Melkart y los romanos construyeron un templo a Hércules. Ya en el siglo XVII fue baluarte militar y hoy, aunque abandonado a su suerte, mantiene todo el magnetismo que inspiró a Falla para componer su obra La Atlántida.

Devueltos al sendero, las retamas se espesan y ante los ojos se abre el anchuroso caño de Sancti Petri que es navegable y separa a San Fernando de Chiclana. Los restos de la batería de Urrutia aparecen entonces mientras se escucha como el viento bate los palos de los veleros atracados en el caño anunciando el final del trayecto. Hay que superar las ruinas y caminar ya por la playa hasta el mismo extremo de la Punta. La arena lame con su lengua el mar con el castillo siempre presente. Optar por la playa para el camino de regreso, con la brisa marina en el rostro, es añadir nuevas sensaciones al paseo salpicado de viejos bunkers destruidos en los que se hallan grabados juramentos de amor eterno.

"Esteros de Sancti Petri / salinas de San Fernando / espejos de sol y sal / donde se duermen los barcos". Camarón cantó por alegrías estos versos del poeta sevillano Fernando Villalón, uno más de los viajeros deslumbrados por la luz de estos lugares. El visitante de este tiempo hace bien en aprovechar su estancia para rastrear la huella del cantaor que paseó su nombre junto al de La Isla que lo vio nacer. Su cante transporta la luminosidad de esta tierra, y empaparse de su genio es una oportunidad que, estando aquí, no se puede despreciar.

Para comer: Complemento de la visita es la degustación de productos de sabor tan marino como los ostiones fritos y los camarones del porreo que sirven en la Taberna La Marisma (Crtra. Gallinera, 8), muy cerca del sendero. También es visita obligada, además de por su relación con el cantaor, por sus guisos y frituras, la Venta de Vargas (en la salida de San Fernando a la antigua N-IV). El Ayuntamiento local tiene establecida una Ruta de Camarón que termina justamente en la estatua que se yergue frente a la Venta. Y fuera de cualquier ruta y casi del tiempo, hay que visitar la Casería de Ossio. Esta sentenciada a desaparecer y hay que darse prisa para conocer una imagen de la bahía que pronto será sólo recuerdo. También allí se sirve buen pescado.

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