Pop en movimiento
Mucho antes de que Inglaterra fabricara plastificados ídolos del fútbol, hubo un jugador de carne y hueso que representó perfectamente los excesos, las turbulencias y los cambios que generó su tiempo. Fue George Best, el chico que salió de los callejones de Cregagh, en Belfast, para convertirse en un fenómeno que trascendió la escena del fútbol. No son pocos quienes le señalan como el mejor futbolista británico, un genio a la altura de Pelé o Maradona, consideración excesiva para un jugador que sólo mantuvo tres años de brillo consistente. Tenía 22 años en 1968, cuando fue designado Balón de Oro tras conquistar la Copa de Europa con el Manchester. Era una celebridad dentro y fuera de los estadios, un futbolista con raptos geniales, intuitivo, regateador, valiente, astuto, estupendo pasador, con una arrancada incontenible y una delicada conducción de la pelota. Jugaba con los brazos pegados al cuerpo y los puños casi cerrados. Era el tobillo eléctrico y la cintura de goma lo que producía un fascinante efecto en los espectadores y un desastroso problema en sus marcadores. Pero todas estas cualidades, por raras que fueran, no le convirtieron en el ídolo singular que fue. Hubo regateadores antes que él, como Stanley Matthews, futbolistas con un dominio integral del juego, como su compañero Bobby Charlton -con quien mantuvo una difícil relación, en el mejor de los casos-, y elegantes goleadores como Jimmy Greaves o como Dennis Law. Best tenía mucho de todos ellos, pero añadía algo más: su identificación con una época vibrante. Mientras Matthews o Charlton representaban al discreto inglés de la clase trabajadora cuyas hazañas rara vez traspasaban las páginas de deportes, Best era el pop en movimiento. No sólo era un gran jugador, sino un héroe de la cultura de su tiempo. Conducía airosos deportivos, frecuentaba los clubes donde se citaban los músicos y los actores del swinging London de los años sesenta, era dueño de boutiques a la última moda, poseía una casa futurista a las afueras de Londres y no tenía rival con las mujeres: conquistador compulsivo y protagonista de desgraciados episodios de violencia. Un periódico de Lisboa le calificó como el quinto beatle después de destrozar al Benfica (1-5) en los cuartos de final de la Copa de Europa de 1966. Era verdad. El fútbol acababa de alumbrar la primera estrella pop, un ídolo masivo que interesaba a todo el mundo, el jugador que también desarrolló un nuevo personaje: el de la estrella autodestructiva que jamás alcanza su potencial como futbolista, pero que arrastra durante toda su vida una especie de poética maldita que agranda su leyenda.
Con 22 años alcanzó la cima y repentinamente comenzó su declive, alimentado por la bebida y el juego. Estaba destinado a la destrucción. Debutó con 17 años en el Manchester. A la misma edad comenzó a beber. No le ayudaron ni la fama ni la cultura del alcohol que prevalece en el fútbol británico. No le ayudó su asociación con la permisiva escena social del pop. No le ayudó la indulgencia que encontró a su alrededor. Era un rey. Podía hacer lo que quisiera. Con 24 años, cuando los jugadores entran en el apogeo de sus carreras, Best sólo era un futbolista de destellos, proyecto de juguete roto que se peleaba con los entrenadores, no acudía a los entrenamientos y comenzaba un triste peregrinaje de despedida por la serie Z del fútbol: Fulham, Stockport County, Hibernian, Dunstable Town, Los Ángeles Aztecas, San José Earthquakes y Bournemouth. La lista explica gráficamente el enorme desperdicio de talento y la inauguración de un género que se ha hecho muy relevante en dos lugares: Inglaterra y Argentina, países donde la figura del héroe caído genera una fascinación enfermiza. Es fácil asociar a Best con Maradona y bajar poco a poco los peldaños de la fama, de Paul Gascoigne a Charlie George, pasando por René Houseman en las calles de Buenos Aires o Stan Bowles delante de cualquier tugurio de apuestas en Londres. De todos ellos se contarán maravillosas historias futbolísticas y trágicos relatos personales, donde el alcohol, el juego o las drogas destrozaron sus carreras y sus vidas ante la morbosa avidez periodística. Los inadaptados siempre dan mucho juego en la prensa. Pocos lo han testimoniado mejor que Best, cuya tragedia terminó ayer. Ahora comienza la hora del mito.
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