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Columna
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Identidad y pasaporte

Un pasaporte sirve para identificar a su titular, pero, por sí solo, no es capaz de definir la identidad de su portador. Y en esa falta de fusión o compenetración identitaria entre el documento y la persona subyace, a mi modo de ver, una causa fundamental de los problemas de la emigración que afectan a los países de la Unión Europea y que han sacudido en las últimas semanas a Francia, como anteriormente convulsionaron a España con el 11-M, a Holanda con el asesinato de Theo van Gogh y a Reino Unido con el 7-J. (El 11-S tiene raíces distintas de todos conocidas, que nada tienen que ver con la adaptabilidad social del emigrante a la sociedad estadounidense).

El problema europeo radica en la falta de asimilación de una serie de culturas nacionales de fuerte tradición histórica -francesa, española, británica o alemana- por parte de una población emigrante que proviene de otras culturas, principalmente la islámica, completamente ajenas a los principios de democracia, libertad, igualdad de sexos, etcétera, que han inspirado los principios en los que se basan los países occidentales desde las revoluciones estadounidense y francesa de finales del XVIII. Y esa falta de asimilación e integración en la sociedad que les rodea se convierte primero en rechazo y después en violencia por parte de los componentes de la segunda y tercera generación de emigrantes, que, además, como consecuencia de una situación económica lamentable en los llamados irónicamente "motores de la economía europea", no encuentran acceso al mercado de trabajo, como ocurría con sus padres y sus abuelos. ¿Cómo se puede calificar de economía social de mercado, se preguntaba reciente y acertadamente Tony Blair, a unos países con más del 10% de su fuerza laboral en paro?

Europa ha intentado dos fórmulas de integración, hasta ahora con fracaso para ambas: el igualitarismo republicano, predicado por Francia, y el multiculturalismo -que cada uno viva de acuerdo con su propia cultura-, de aplicación en Holanda y Reino Unido. El resultado está a la vista. La integración y la identificación de los jóvenes con las sociedades que les rodean son nulas. Y, de ahí, el atractivo que sobre ellos ejercen tipos como Osama Bin Laden, que, como recordaba recientemente Francis Fukuyama, les ofrece una identidad, "una umma musulmana global a la que puedan pertenecer a pesar de vivir en países infieles". No se trata sólo de un problema de paro, pobreza y automarginación obligada, sino de ausencia de compenetración con el medio que les rodea. Las inversiones y la acción de gobierno son necesarias. Pero, desde el año 2000, Francia ha invertido la nada despreciable suma de 30.000 millones de euros en los llamados "barrios sensibles".

Se trata, centrándonos en Francia, de que esos jóvenes no se sienten reflejados ni atraídos por la sociedad en la que viven. Salvo en el equipo de fútbol, no tienen ídolos de su raza y religión en la cultura, la política o las fuerzas armadas. Como recientemente decía Nicolas Sarkozy, honrado por la enemistad de Chirac, la izquierda y Le Pen, "si queremos que los retoños de la inmigración musulmana triunfen, necesitamos ejemplos de triunfos no sólo en el fútbol". Mientras en el Congreso de Estados Unidos los afroamericanos e hispanos se encuentran ampliamente representados con sus propios caucus (grupos), la Asamblea Nacional francesa no cuenta con un solo representante de minorías del territorio metropolitano. Esta semana contaba Javier del Pino desde Washington a los que no lo sabían que la mujer más influyente de Estados Unidos no es Laura Bush, sino Oprah Winfrey, presentadora del programa que lleva su nombre, con una audiencia diaria de 50 millones de espectadores, nacida pobre de solemnidad en el sur profundo de Misisipi, ganadora de un Oscar y con una fortuna personal de 1.500 millones de dólares. Y, ¿qué decir de Colin Powell, hijo de emigrante jamaicano, ex jefe de la cúpula militar y exsecretario de Estado; o de Alberto González, hijo de chicano y actual secretario de Justicia y fiscal general? Y de tantas decenas más, cuya enumeración sería interminable. Todos han visto realizado su sueño americano particular gracias al esfuerzo y no al subsidio. A Chirac, según nos dijo en su última y patética alocución, y al resto de la clase política francesa, salvo a Sarkozy, no le gusta el sistema de "discriminación positiva". Quizás a sus minorías, sí, si se lo propusieran.

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