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Columna
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Arrayán, el sida y un tebeo

Un joven de gesto serio está sentado frente al televisor con una cerveza en la mano. Se abre la puerta del apartamento y entra su compañera, que se disculpa por el retraso. Cuando lo llama a la mesa para comer, él, sin apartar la mirada del televisor, contesta:

-Ya he comido, viendo las noticias de Canal Sur.

-No importa, ven a la mesa mientras como yo, que tengo muchas cosas que contarte.

-No; prefiero quedarme aquí y ver a Juan y Medio.

Ella va a su lado; tras un intercambio breve de frases apenas susurradas, él dice:

-Lo que pasa es que yo quiero tener un hijo y tú no.

Este disparate de diálogo pertenece al capítulo de anteayer de Arrayán, y como ven fue un puro milagro que ella no contestara "mejor lo hablamos". Pero el disparate me ha permitido entender, ¡por fin!, por qué a la hora de recoger el premio Ondas que le han dado este año a la serie Arrayán salió un tropel de gente (el productor, el director, algunos actores) pero sólo habló el director general de Canal Sur, que con el premio en sus manos acabó sus entusiastas palabras con una no menos entusiasta invitación a visitar el Patio de los Arrayanes en la Alhambra de Granada (de Arrayán, Arrayanes: o eso entendí yo).

La televisión trabaja para la televisión. Todo funciona en ella con la lógica de un continuo spot de su existencia y su necesidad. Pero forma parte de su legitimidad demostrar una cierta capacidad de dar cuenta del mundo que, fuera de la burbuja, continúa su vida como puede. Esta semana ha sido ilustrativa al respecto. Los noticiarios han tenido que dejar atrás sus previsiones para dar paso a la información sobre las dimensiones reales de la epidemia del sida que, de pronto, nos ha devuelto a un estado de alarma olvidado antes de tiempo, a un miedo antiguo al que no es cómodo volver a hacer frente, sobre todo cuando las dimensiones actuales de la epidemia responden a una confianza en el no contagio basada en la idea cerril de que el sida es cosa de homosexuales.

Por eso es una utopía dura pensar en lo que la televisión podría hacer si renunciase al menos a parte de su desagradable autorreferencialidad. A veces hay atisbos. En Andalucía directo es posible visitar (ocurrió el martes pasado) un piso en el que conviven cuatro personas afectadas de trastorno bipolar, esquizofrenia o trastornos mentales de otro tipo. La información no escondió ninguna de las dificultades de la experiencia y puso sobre la mesa la necesidad de llevarla a cabo. El plano de una mano que abre la nevera, saca una botella de leche y se sirve un vaso, o el de otras manos que ajustan las sábanas de una cama, sostenidos en silencio, eran, además de elocuentes, ventanas por las que una realidad sin barniz lograba cruzar un número infinito de barreras hasta llegar a nuestras miradas. El jueves, en el mismo programa, vimos a reclusos que preparan un tebeo en el que personajes que tienen sus rostros (usan fotografías suyas) viven historias que explican cómo se contrae el sida. El destino de esos tebeos es el interior de la cárcel, pero una cámara nos los ha hecho ver aquí fuera. La visibilidad, traer a la luz lo que somos y tememos: eso es el servicio público. Y a veces ocurre.

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