Leopoldo

La última mala pasada que le ha jugado la vida a Leopoldo de Luis, hondo y humilde poeta de nuestra posguerra, antifranquista y puro, fue morir el pasado 20 de noviembre. Después de perder una guerra, de pasar por las cárceles de Ciudad Real y de Ocaña, de ser represaliado, de sufrir un Consejo y de enfrentarse a una posguerra mezquina, tuvo que cambiar de identidad para sobrevivir. Había nacido en Córdoba en 1918, aunque su infancia y adolescencia transcurrieron en Valladolid. A los dieciséis años se trasladó con su familia a Madrid, donde comienza a estudiar Magisterio. Fue en 1935 cuando, a través de Germán Bleiberg, conoce al poeta Miguel Hernández, ocho años mayor que él. Ambos coincidirán en el frente tras estallar la Guerra Civil y aliarse en el ejército republicano. Su primer poema, Romance, aparece firmado con el nombre de Leopoldo Urrutia. A partir de 1944 y por medidas de precaución pasó a llamarse Leopoldo de Luis. Desde su primer libro de poemas, Alba de hijo (1946), al último, Cuaderno de San Bernardo (2002), veinticuatro libros de versos dan testimonio ejemplar de una vida en la que el sufrimiento, el amor, la solidaridad, la ternura y la rebeldía se encarnan en una voz grave y profunda, contenida y serena. Preocupado esencialmente por la condición humana, por la circunstancia social y existencial del hombre, su obra deja plena constancia de su vivir atento, de su intimismo desolado y su latido ardiente. "Para mí la poesía", decía siempre Leopoldo, "es respirar por la herida".
Tuvo que morir el dictador para que le llovieran los reconocimientos. En 1979 recibió el Premio Nacional de Poesía y, el pasado año, el Nacional de las Letras y la Medalla de Oro del Círculo de Bellas Artes. Formé parte del jurado que en 1999 le concedió el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández. Desde entonces he tenido en él a un confidente y a un maestro. Nos vimos no hace mucho en Madrid y hablamos, cómo no, del poeta de Orihuela. Por esas ironías de la vida murió el pasado domingo, 20 de noviembre, bajo la sombra marchita de ese viejo general que agonizaba de nuevo en los telediarios sin dignidad ni amparo, solo, sin versos y sin gloria.
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