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Columna
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Puertas

En un ensayito publicado en prensa en una fecha tan distante como 1909, el sociólogo Georg Simmel se lanzaba a la tarea nada obvia de definir una puerta. Porque una puerta, como queda patente después de recorrer la media docena escasa de páginas de que consta el artículo del sabio alemán, no consiste meramente en una plancha de madera encajada sobre un vano: la puerta es el inicio de la intimidad, del mundo subjetivo que escinde al ser humano del resto de las criaturas, la puerta es el abismo interior a que se asomaba Agustín de Hipona cuando pretendía rastrear a Dios. Puerta es metáfora de techo y de casa; la puerta marca esa frontera tras de la cual nos retiramos cuando las cosas nos apabullan con su estruendo y sus solicitudes, y, bien cerrada, nos aísla de las voces de una multitud que a menudo no merece la pena escuchar. Cualquiera que pasee de noche por las ciudades podrá advertir que los vagabundos, esa nueva clase social que ocupa casi el escalafón de la basura y que recibe el nombre sintomático de sin techo, suelen elegir los portales para refugiarse a dormir. Muchas veces, mientras regreso a casa de madrugada o detengo el coche en los semáforos, mis ojos se fijan inconscientemente en esos cuerpos aovillados entre cartones que tratan de rebañar espacio al umbral de una sucursal bancaria o se escabullen bajo el dintel de una tienda cerrada. Lo hacen también en verano, cuando la temperatura no les obliga a buscar un rincón donde la piel deje de parecerse al pergamino y la sangre no se convierta en granizada. Ahora entiendo que lo que buscan es una puerta, un vestíbulo, un lugar al que acceder y del que protegerse de la exterioridad intensiva de sus vidas.

Hace pocos días leí que Sevilla cuenta con una población de individuos sin techo que ronda los dos centenares. El Ayuntamiento los tiene numerados y clasificados, como miembros de una reserva étnica que convendría preservar por razones de no sé qué perversa ecología, y conocer la extracción social de algunos de ellos desorientaría a muchos cerebros. Están los típicos toxicómanos, por supuesto, y el inmigrante que equivocó al rumbo del país de Oz, pero también jóvenes desesperados ante la falta de perspectivas y antiguos padres de familia que renunciaron al porvenir: desechos de un sistema que predica el triunfo de la voluntad y que no guarda espacio para quienes no aprietan la mano con la debida energía al devolver un saludo. El techo y la puerta se han convertido en artículos de lujo en el mundo que nos ha tocado compartir, como testimonian el precio ofensivo de la vivienda y los millares de personas que se resignan al capricho del bombo de lotería para conseguir setecientos pisos de saldo. Cuando observo a estos vagabundos que pululan por las calles de mi ciudad buscando el porche que les dé cobijo por unas horas, pienso en el frío y el desamparo, sí, pero también en la soledad inalcanzable, en un resguardo a salvo de todas las miradas, en un resquicio de la existencia que no se produzca en medio de la vía pública y sirva de teatro a la riada perpetua de los viandantes. Resulta casi premonitorio que este presente que padecemos haya creado residuos que duermen en los bancos y sueñan a la vista de todo el mundo: personas sin puertas que les protejan de una sociedad que les ha relegado a ejercer de escaparate de sus miserias.

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