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Una revuelta anómica

No existen hechos, sólo hay interpretaciones, decía Nietszche. Un pensamiento que resulta especialmente válido a la hora de abordar la revuelta que, según nos cuentan, está teniendo lugar en algunos barrios de Francia. Un hecho que los medios nos presentan ya predigerido e integrado en una serie de estereotipos interpretativos que parecen formar parte de la misma noticia: estamos, se nos dice, ante la rebelión de los oprimidos y marginados del corazón de Europa, una rebelión que para algunos, con una desmesura asombrosa, entroncaría con la larga serie de "revoluciones francesas" -1789, 1845, 1870, 1968-. Es muy propio del sensacionalismo vigente confundir cualquier revuelta social con una revolución política, de la misma forma que cada mes se juega "el partido del siglo". Dentro de este relato se bifurcan posteriormente dos escuelas interpretativas: la que considera que las causas de la revuelta son socioeconómicas y la que apela a razones culturales. Dos paradigmas de comprensión: el de la distribución y el de la identidad. Que además, sin que se sepa muy bien por qué, parecen considerarse mutuamente incompatibles, cuando es evidente que no lo son.

La forma de la protesta revela una profunda asimilación de las técnicas publicitarias más evolucionadas

Lo primero que había que hacer con los sucesos franceses para poder comprenderlos adecuadamente es no magnificarlos ni verlos como heraldos que anuncian un fenómeno paneuropeo cargado de sentido. Estamos ante unas limitadas manifestaciones de protesta, absolutamente normales y frecuentes en la historia europea desde las rebeliones campesinas medievales. Igual que sería conveniente no exagerar las condiciones socioeconómicas en que viven sus actores: hablar con tanta alegría de miseria, de opresión, de exclusión y de guetos con referencia a los barrios suburbanos franceses es, cuando menos, una muy mala descripción de la realidad.

La miseria y la pobreza no generan revueltas por sí mismas, como la sociología moderna ha observado. Las revueltas surgen del sentimiento de privación relativa, es decir, de las situaciones que se producen cuando un estrato social ha visto truncada su marcha económica ascendente por un súbito cambio de las condiciones. O cuando ese estrato siente agudamente una frustración de sus esperanzas de ascenso social por comparación a otros sectores. Esto nos remite a una primera constatación: en estos barrios se ha producido probablemente una frustración de esperanzas anteriormente en vías de cumplimiento, se ha interrumpido una marcha ascendente del estrato inmigrante viejo de dos o tres generaciones. Y, también probablemente, esta interrupción no obedece sino a las dificultades de la economía francesa para generar crecimiento y empleo, al estancamiento de un cierto modelo europeo de gestión del sistema socioeconómico. Es el empantanamiento de Francia el que repercute más brutalmente sobre estos estratos al frenar su anterior marcha hacia arriba.

Por otro lado, la extrema juventud de los participantes permite pensar que no han podido experimentar personalmente la frustración socioeconómica, sino que la viven vicariamente a través de sus mayores y, sobre todo, como una injusta comparación con la sociedad de la abundancia que se les exhibe en los medios. Y es que, a diferencia de lo que ocurría hasta hace muy poco, el mundo se ha hecho de cristal y ello genera sentimientos de privación relativa donde antes (en la sociedad opaca) eran impensables.

¿Es un problema de integración? Sí y no. Por un lado, estamos ante familias de inmigrantes de segunda o tercera generación, cuya integración social es en gran manera evidente. Lo demuestra, incluso, la forma que han adoptado las protestas, una forma que revela una profunda asimilación de las técnicas publicitarias más evolucionadas: el uso inteligente del fuego, la nocturnidad, el grupúsculo y el ataque a vehículos, todo ello encaminado a obtener la mayor expresividad mediática posible con el mínimo esfuerzo. Han asimilado muy bien el valor constitutivo de la imagen en nuestras sociedades. Incluso el carácter ágrafo y mudo de la protesta se adapta muy bien a las demandas del productor de noticias: dénme imágenes, no me las encorseten con proclamas. Están mucho más integrados de lo que se supone.

Ahora bien, la integración no siempre es perfecta, sino que tiene también sus costes y sus efectos negativos. Que es ante lo que estamos: ante los efectos parcialmente perniciosos (fallidos) de una operación de integración, en una sociedad moderna, de individuos y familias procedentes de sociedades tradicionales. No se trata del factor religioso (que lleva camino de convertirse en un fetiche multiuso para los occidentales), sino de algo mucho más general. Las familias musulmanas proceden de sociedades muy rígidas y encorsetadas, en las que los individuos interiorizan sus códigos de conducta bajo la autoridad de la tradición. Son individuos "dirigidos por la tradición" en la tipología de David Riesman, igual que son sociedades tipo gemeinschaft en el sentido de Ferdinand Tönnies: el individuo se siente apreciado y respetado, su relación funcional con los otros está bien definida. Pues bien, a estas familias se las ha transplantado a sociedades totalmente diversas, regidas por el individualismo competitivo y en las que las personas se guían por un código de valores interno implantado por instituciones racionales (una especie de giróscopo cerebral). En una o dos generaciones han experimentado un proceso que en la historia europea nos llevó siglos. Es inevitable que se produzcan crisis y, en concreto, que muchos individuos de estas familias se encuentren literalmente perdidos en una situación anómica (Durkheim), en la que la tradición ya no existe ni actúa, pero la autoridad racional no es aceptada ni menos interiorizada (es así significativo que se ataquen escuelas). La protesta, en mi opinión, presenta claros rasgos de una revuelta de individuos que pasan por una situación de anomia, unos individuos que reclaman, aunque suene extraño, una autoridad normativa válida para ellos. Que no es lo mismo que una represión, claro está.

El problema es que nos pillan en un mal momento, en un momento en que las sociedades europeas están más bien escasas de capacidad para generar valores y normas que no suenen a hueras declaraciones.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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