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Reportaje:APROXIMACIONES

Alambradas preventivas

José Luis Pardo

En 1996, el filósofo pragmatista estadounidense Richard Rorty pronunció ante la Unesco una conferencia en la cual describía la situación de lo que podemos llamar "el mundo desarrollado" frente al resto de los más o menos desesperados habitantes de nuestro planeta en términos de lo que en la administración médica se conoce técnicamente con la palabra inglesa (y francesa) triage: esa situación en la cual, ante una catástrofe sanitaria de gran magnitud, los médicos, incapaces de atender a todas las víctimas, tienen que seleccionar a aquellas que tienen más posibilidades de sobrevivir; el resto de los heridos son abandonados exactamente igual que si contempláramos cómo cruzan el umbral de la muerte. Seguir hablando de solidaridad más allá de esa capacidad "técnica" de atención a las víctimas es -decía Rorty- una cínica indecencia. Los sucesos del pasado mes de octubre en la frontera de Melilla nos ofrecen una imagen bien palpable de esa "selección" (e incluso los artísticos laberintos en espiral que hacen los espinos de las alambradas nos sugieren hasta qué extremo la selección es puntillosa): la ciudadanía, como dijo claramente Tony Blair tras los atentados de Londres, no es un derecho. Es un privilegio. Frente a esta situación, la piedad es el primer resorte que se desencadena.

Mientras la ciudadanía siga siendo un privilegio y no un derecho, esas apariciones, como visiones alucinatorias, se volverán cada día más familiares

Pero aunque lo moralmente co-

rrecto sea la identificación con las víctimas, ésta acaba fracasando allí donde quienes se han de identificar con ellas están previamente definidos como verdugos, como sujetos de esa soberanía en nombre de la cual se invoca el derecho a disparar contra los invasores para defender la integridad del territorio y la inviolabilidad de fronteras. Como decía espléndidamente Hermann Melville, el corazón humano, al contrario de lo que tendemos a creer, se inclina fácilmente hacia la compasión para con los que sufren; pero la compasión no deja de ser una emoción penosa y nadie está dispuesto a soportar el dolor durante mucho tiempo de forma gratuita: cuando el sentimiento de clemencia no conduce a ninguna acción capaz de remediar el mal ante el cual se estremece, la aflicción tiende a resolverse, y la antigua benevolencia se convierte pronto en miedo, asco o animadversión. El trato en el que hasta hace poco se basaba la integración de las poblaciones menos favorecidas en el seno del Estado, a saber, "bienestar a cambio de trabajo", parece haber llegado hoy a su límite. Ya no hay trabajo para encomendar ni bienestar para repartir. Lo primero está conduciendo cada día a la paradoja de llamar empleo a ocupaciones tan indefinidas, inestables y humillantes que están enterrando a ojos vistas la falaz creencia (hasta hace poco, sin embargo, bastante difundida) de que el trabajo es fuente de dignidad; es incorrecto decir que se reservan a la inmigración empleos que la población autóctona se niega a desempeñar: debería más bien decirse que la población autóctona es aquella que aún puede (y no por mucho tiempo) negarse a ejercer unas funciones que carecen de todo lo elemental para poder ser consideradas como "trabajo". Los "trabajadores irregulares" no son más que la otra cara de los "empresarios des-regulados". Pero lo segundo, la escasez del bienestar, no es menos grave, pues fomenta el estraperlo de hacer que esta expresión pierda por completo su dimensión esencial, que es la jurídica (o sea, la de bienestar como "justicia", como garantía contra el atropello), para quedar disminuida a un sucedáneo de alguna especie de "seguridad" fáctica y precaria (aunque sólo sea la del consumo), constantemente amenazada y frecuentemente desmentida por crisis económicas, políticas, humanitarias, sanitarias, higiénicas o -¿cómo llamarían ustedes a la reciente sublevación urbana de los suburbios de las ciudades francesas?- inmunitarias.

Será difícil decírselo: en las pocas palabras que de las lenguas occidentales han aprendido en su tortuoso recorrido hasta los límites de Europa, los subsaharianos en tránsito no cesan de intentar repetir esto: "Somos seres humanos"; es decir, somos esos hombres en nombre de cuyos derechos declarados os llenáis la boca de orgullo civilizatorio y, a menudo, las ametralladoras de munición, ¿qué tenéis para nosotros? Nos rasgamos las vestiduras clamando a los cielos ante la inverosimilitud de la situación: ¡que tengamos que ver cosas así en el siglo XXI! No hay exclamación más penosa: lo decía Walter Benjamin cuando, en la década de 1930, se inflamaban las gargantas gritando cosas semejantes ante la escalada de la barbarie del fascismo; no es una escena arcaica en mitad de un mundo que progresa y se desarrolla, es -en palabras de Benjamin- el huracán del progreso quien nos trae precisamente esas imágenes aterradoras a nuestras pantallas de observación. Alzamos las murallas, redoblamos las espirales de espino, nos protegemos contra la invasión en un gesto inútil: ese huracán, que también sopla de dentro hacia fuera, las mina y erosiona haciendo imposible toda contención y llevando hasta el último rincón del mundo los fantasmas telemáticos del bienestar que atraen como un aspirador hacia nuestras tierras a ese tropel de expatriados.

El antropólogo Clifford Geertz

señalaba un cambio de mentalidad en este sentido: si durante muchos años, la mayor parte de las poblaciones conscientes del "tercer mundo" han vivido con la esperanza (aunque fuera ilusoria) de llegar algún día a alcanzar un desarrollo y bienestar comparables al del entorno industrializado, hoy esa esperanza está desapareciendo y su frustración puede fundamentarse incluso con argumentos ecológicos, recurriendo a la plástica ilustración de Umberto Eco según la cual no hay bosques suficientes en la tierra como para permitir a todos los habitantes de China disponer de papel higiénico. Y, por añadir un último nombre al coloquio, Ulrich Beck declaraba no hace mucho que aquella expectativa se había invertido: es más bien el mundo posindustrial el que ha de esperar (o quizá temer) una progresiva "tercermundización", que quizá ya puede atisbarse en la amortiguación de los derechos sociales y en la progresiva instalación entre nosotros del "estado del malestar" (¿alguien había imaginado que vería tan pronto París en estado de emergencia?). Estamos presos en una trampa: la autoridad en nombre de la cual reclamamos la facultad de repeler a los transeúntes para conservar el privilegio de nuestro bienestar es la misma que la producción de ese bienestar destruye progresivamente aboliendo las fronteras y derribando las barreras. Mientras la ciudadanía siga siendo un privilegio y no un derecho, esas apariciones que, como visiones alucinatorias, refulgen en las cámaras infrarrojas como lo hacen las figuras que vociferan en el Guernica o en Los fusilamientos del 3 de mayo, se volverán cada día más familiares y hasta es posible que un día notemos lo mucho que se parecen a nosotros.

Inmigrantes subsaharianos, en Ain Chuater, frontera entre Marruecos y Argelia.
Inmigrantes subsaharianos, en Ain Chuater, frontera entre Marruecos y Argelia.PERIÓDICO DE CATALUÑA/SERGIO CARO

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