El problema del PSOE
Convengámoslo: según todos los síntomas demoscópicos, mediáticos y ambientales, el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero y la mayoría relativa del PSOE, sobre la cual se sostiene, están atravesando el peor momento desde que emprendieron su singladura, en la primavera de 2004. Tan es así, que comienzan a escucharse en las filas socialistas expresiones -¡ay!- que esas mismas filas hubiesen tachado otrora de puro victimismo, y altos portavoces del PSC han denunciado ya una campaña de la extrema derecha contra el Ejecutivo español y su presidente.
Sin negar que dicha campaña exista, no sé si meter en el mismo saco todos los obstáculos, las resistencias y los rechazos que entorpecen el horizonte legislativo y electoral de 2008; no sé si empaquetar todo eso bajo la etiqueta de extrema derecha es, además de fácil y gratificante, útil para una buena inteligencia de la enrarecida situación presente. En ésta se mezclan, a mi juicio, factores de naturaleza distinta: fatales, inexorables, casi geológicos unos; y otros que, con la debida previsión, hubieran podido evitarse. Veamos.
Que, sumido aún en la rabia de su derrota del 14-M y rehén del aznarismo, el Partido Popular haya cultivado desde el primer día una oposición bronca y despectiva; que las alianzas parlamentarias del PSOE, la existencia del tripartito catalán y la voluntad de reformar al alza el Estado autonómico excitasen la sed de sangre -de sangre política- de la derecha española; que ésta convirtiese la propuesta catalana de nuevo Estatuto en el gran ariete contra Rodríguez Zapatero aun a costa de sacrificar la verdad, la responsabilidad y la decencia democrática; que, en plena puja demagógica, el PP haya alimentado las fobias territoriales o consienta a Vidal-Quadras -ese enfant gâté del partido- acusar al presidente del Gobierno de "alta traición", todo eso es lamentable, pero era previsible. Estaba en el guión. Tenemos la derecha que tenemos, aquella cuyo gran referente social, ideológico y político en el siglo XX no ha sido precisamente un De Gaulle, ni un Churchill, ni un De Gasperi, ni un Adenauer..., sino un tal Francisco Franco.
Otrosí, que ante la OPA de Gas Natural sobre Endesa todos los intereses individuales y corporativos amenazados en sus emolumentos o en su poder tocasen a rebato, que atribuyeran a la operación un fondo político y hasta groseramente identitario -Zapatero "cree que es bueno y progresista todo lo que favorece a Cataluña y todo lo que supone un castigo para Madrid", aseguró un columnista de Abc-, que proclamasen a Manuel Pizarro paladín y héroe de "la nación", eso también resultaba previsible: disimular privilegios y prebendas envolviéndolos en la bandera rojigualda es antigua especialidad de la casa. Y ahí, en la confluencia entre los intereses de unos y los delirios megalómanos de otros, estaba la COPE. La COPE, propiedad de unos obispos que la crearon tiempo atrás como instrumento de evangelización y tal vez ahora la encuentran más provechosa como herramienta de presión y de chantaje sobre el Gobierno... De cualquier modo, y conocidos los personajes de la función -desde Rouco hasta Jiménez Losantos-, tampoco por este flanco cabe sorpresa alguna.
En resumen: a la vista de cómo ganó, de con qué socios gobierna y qué programa aplica, que el PSOE sufra actualmente la hostilidad feroz de todas las derechas es lógico, natural, hasta reconfortante; por sí sola, y lejos de erosionar sus expectativas de voto, dicha hostilidad las galvanizaría. El problema no es ese. El problema reside en que, frente al alud de descalificaciones y tremendismos reaccionarios, algunos aspectos cruciales de la política socialista -la aceptación a debate del Estatuto, el asentimiento a la OPA...- se han visto completamente desasistidos por parte de los articulistas y opinadores afines, de aquellos que influyen sobre el electorado de izquierdas. El problema es que muchos y prestigiosos columnistas de este mismo diario, gentes en las antípodas del PP, han usado contra el Estatuto la misma pólvora que el PP. El problema -por señalar lo menos posible- es que, el pasado lunes, Enrique Gil Calvo describía en EL PAÍS el proyecto estatutario como "producto del chantaje y la imposición", sin molestarse siquiera en argumentarlo. Es por ahí por donde pierde votos el PSOE, no por el flanco de los Ansones y los Federicos...
En este terreno, forzoso es admitir que el socialismo español purga hoy sus omisiones de antaño. Sí, porque mientras las resistencias de un Chaves o de un Rodríguez Ibarra responden a la defensa de intereses territoriales sobre los cuales caben la transacción y el compromiso, el antiestatutismo de muchos intelectuales, universitarios y electores españoles que se tienen por progresistas, es hijo de un prejuicio ideológico, de una determinada construcción de la idea de España; una construcción de factura mayormente derechista a la que la izquierda, cuando pudo, no quiso o no supo presentar alternativas.
Por ejemplo, en los años triunfales del felipismo, entre 1982 y 1990, con una derecha perpleja e impotente y sin grandes medios de comunicación hostiles. Entonces, en vez de potenciar una cultura federalista tanto en la sociedad como en la estructura del Estado, el PSOE sostuvo hasta el fin la LOAPA, y luego dio alas al neojacobinismo de ministros como Tomás de la Quadra Salcedo y otros..., hasta que perdió la mayoría absoluta y necesitó a Pujol. Hubo nueva oportunidad entre 2000 y 2003, esta vez desde la oposición y frente a un Aznar desbocado. En lugar de aprovecharla, el PSOE entregó su política vasca a Redondo Terreros y al Foro de Ermua, y se dejó engatusar por los "pactos de Estado" del PP... hasta que las sorpresas electorales le situaron en el poder, entre Maragall y Carod Rovira.
Si los partidos políticos son máquinas capaces de virar el rumbo con rapidez, las concepciones ideológicas se mueven mucho más despacio. Hoy, entre el Gobierno del PSOE y sus proveedores de doctrina existe un gap muy serio, y está por ver quién se ajustará a quién.
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