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Tribuna
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La dificultad hispanoamericana

Desde luego, cada país tiene derecho a legislar como le dé la gana, pero no puede pretender que esta legislación o reforma constitucional afecte a los derechos de los países vecinos. Los límites entre Estados soberanos dependen de acuerdos, de convenios, de tratados anteriores. En algunos casos puede ser necesario o conveniente interpretar un texto jurídico, pero la mejor interpretación es la que se alcanza de común acuerdo, por la vía de la diplomacia. La idea de que un asunto de límites entre Chile y Perú, bilateral por naturaleza, pueda resolverse en forma multilateral, recurriendo a la OEA, buscando el apoyo de terceros países, me parece discutible y en cierto modo ingenua. Lo que sucede es que nosotros tenemos ahora una diplomacia impulsiva, lo cual es algo así como un oxímoron. El diccionario emplea el siguiente ejemplo de oxímoron: un silencio atronador. El lector podrá deducir lo que pienso de este concepto de diplomacia impulsiva. No debemos olvidar a los clásicos, a Metternich y compañía entre los europeos, a don Andrés Bello y al Barón de Río Branco en las latitudes nuestras. La diplomacia es una profesión antigua, lo cual supone dos cosas: en primer lugar, que es profesión, algo que los chilenos de ahora no siempre tomamos en cuenta, y en seguida que obedece a reglas y a formas tradicionales que no es cuestión de cambiar de una plumada.

Las relaciones de Chile y el Perú parecían seguir un rumbo más o menos razonable, sin que uno desde fuera pueda conocer detalles mayores. De repente los peruanos, por razones que tampoco podemos conocer, decidieron introducir un cambio brusco, abrupto, en definitiva peligroso. Se dice que es una maniobra para ocultar o suavizar problemas de política interna, de baja aprobación de la gestión del presidente Toledo: el argumento es muy usado, algo trillado y puede tener una validez parcial, pero no nos sirve para entenderlo todo. Son problemas actuales, digo yo, y, además de eso, viejos, recurrentes, lamentables malos entendidos. En mi carrera diplomática ya muy pasada, fui durante todo el año 1970 consejero de la embajada chilena en Lima. Entonces nos entendíamos más o menos bien con el Gobierno militar del general Velasco Alvarado, pero, a la vez, a pesar de una diplomacia nuestra muy activa y multifacética, que no descuidaba detalles, no terminábamos de entendernos. En las vitrinas de las librerías se exhibía un libro y en todas las esquinas de la ciudad se pregonaba su edición pirata. El título del libro, best-seller indiscutido en esos días, era: Chile prepara otra guerra. Descubrí que ser escritor y a la vez consejero diplomático en Lima en ese año 1970 no era en absoluto fácil. Ocupaba más de la mitad de mi tiempo en escribir artículos de respuesta a otros artículos hostiles que se publicaban por todas partes en la prensa peruana. El embajador nuestro, Sergio Larraín García Moreno, había sido nombrado para actuar junto a su colega en la profesión de arquitecto y amigo Fernando Belaúnde Terry, pero desembarcó en El Callao en la noche misma en que los militares expulsaban a Belaúnde de la presidencia. Tuvo que desempeñar su misión frente a un Gobierno casi exclusivamente castrense. Pues bien, bastante pronto, a base de sagacidad, de paciencia, de grandes condiciones de hombre de mundo, condiciones clásicas de la diplomacia, precisamente, consiguió establecer vínculos notables con la nueva cúpula militar. Hasta me dijo una vez que había jugado al dominó y bebido un par de jarras de cerveza con Velasco. Eran formas de diplomacia lenta, persuasiva, que operaba en frentes diversos, y nadie se hacía ilusiones de alcanzar resultados demasiado rápidos. Pero pienso, ahora, a la distancia de 35 años, que Sergio Larraín, arquitecto, esteta, conocedor del arte contemporáneo, admirador de los monumentos y las diversas manifestaciones del Perú precolombino, era un hombre que tenía una sensibilidad y, más que eso, un afecto auténtico por el mundo peruano. Por mi lado, y lo digo sólo para entregar un cuadro más completo de la situación, tenía bastante conocimiento de la literatura del país y era amigo personal de muchos de sus mejores escritores. Ahora me acuerdo de una fiesta indígena en un gran galpón limeño a la que me llevó José María Arguedas, el autor de Los ríos profundos. Ocupar toda la tarde de un domingo en esa fiesta no era ninguna obligación burocrática mía: era una experiencia humana y una expresión de amistad y de solidaridad, ni más ni menos.

Sigo en la prensa, desde lejos, sin el menor acceso a una información mejor, las declaraciones y contradeclaraciones por el tema de los límites marítimos de los dos países. Sé que la noción de la soberanía sobre doscientas millas de mar territorial, tal como fue adoptada por Ecuador, Perú y Chile en 1952, es mucho más compleja de lo que piensa el común de los mortales. Por lo demás, vino a ser modificada alrededor de treinta años después por la Convención sobre Derecho del Mar, acuerdo que introdujo el concepto más moderno de dos espacios marítimos diferentes: el mar territorial y la Zona Económica Exclusiva. No pretendo entrar en tecnicismos de derecho internacional ni menos proponer soluciones. Los aplausos en el Congreso chileno sirvieron para demostrar unidad nacional, más allá de divergencias políticas o de campañas electorales, y eso no está mal. Pero mis reflexiones iniciales me han llevado a otras de origen más viejo y de plazo más largo. No he podido dejar de pensar en la dificultad histórica de los países de cultura hispánica, aquí y en todos lados, ¿dificultades hereditarias?, para enfocar sus problemas con serenidad, con flexibilidad, con sentido de la unidad, y para alcanzar consensos razonables, amplios, que vayan más allá de las facciones y de los nacionalismos de parroquia. ¿Por qué, me pregunto, en nuestro Mundo Nuevo, Brasil y Estados Unidos consiguieron mantener después de la independencia su cohesión como grandes conglomerados nacionales, en tanto que nosotros, los hispánicos, nos dividimos, nos subdividimos, vivimos entrampados en peleas estériles, mientras celebramos cumbres de toda clase y hablamos a cada rato de una integración que nunca se lleva a la práctica? Es verdad que Estados Unidos tuvo que hacer una guerra civil, pero la guerra fue ganada por el bando de la unidad y de la modernidad. Y en el Brasil hubo levantamientos estatales diversos a lo largo del siglo XIX, pero la unidad del Estado federal, la del imperio al comienzo, más tarde la de una república moderna, la del Orden y Progreso, terminó por imponerse siempre. Parece que nosotros, por el contrario, no terminamos nunca de pelearnos y de separarnos, como si la trifulca, la fragmentación, la irracionalidad, ejercieran sobre la mente nuestra un efecto de fascinación extraña y malsana.

Hace poco, leyendo viejas historias del puerto de Valparaíso, encontré crónicas, noticias, artículos de los diarios de la época, sobre la primera Guerra del Pacífico, la que unió a Chile y el Perú frente a las amenazas de la escuadra española del almirante Méndez Núñez en 1866. Fue un momento de curioso arrebato americanista, de exaltado nacionalismo a nivel continental. Los vecinos de Valparaíso, detrás de improvisadas trincheras de sacos de arena y de aserrín levantadas en los cerros, aplaudían cada tiro de la escuadra española que se desviaba del blanco y corrían a recoger fragmentos de proyectiles para guardarlos como trofeos. Cuando comenzaron los incendios en algunos edificios del plano, toda la población colaboró con los bomberos y con sus modestos equipos. La única bomba efectiva, traída hacía poco de Santiago por un empresario inglés, era conocida como la Poncas y prestó importantes servicios. Al final de la jornada, el puerto ardía por todos sus costados, pero los incendios fueron apagados en cosa de dos horas y hubo una banda de música que salió a la calle para animar a la población. Cuando Méndez Núñez llegó con su escuadra, con la Numancia, la Berenguela, la Villa de Madrid, entre otros armatostes de la época, a bombardear El Callao, poco tiempo más tarde, los chilenos residentes en Lima colaboraron en la defensa con singular entusiasmo.

Leo algunas páginas sobre esta guerra de 1866, ejemplo de conflicto inútil y absurdo, y me pregunto si nosotros, los países del mundo hispánico e hispanoamericano, no necesitamos de amenazas externas para alcanzar algún tipo de unidad. Veo en la televisión que Diego Armando Maradona se prepara para encabezar un enorme desfile contra Bush en Mar del Plata. ¿No será Bush, en los tiempos que corren, ese fantasma exterior que nos mueve a desfilar unidos, codo con codo? Estoy lejos de rechazar la crítica a Bush y a su Gobierno, pero no pierdo la conciencia de que se trata de un gobierno de turno, transitorio, de vuelo bajo, y de que el gigante norteamericano, con su enorme capacidad de crítica interna, terminará por reaccionar como ha reaccionado siempre. El problema es que nosotros, los americanos de habla española, necesitamos enemigos, necesitamos guerrillas y guerras, sólo podemos vivir en la división y en el conflicto permanente, y tendemos a creer que las mejores soluciones se encuentran en la palabrería, en los discursos huecos. Chile suele ser un poco más racional, ligeramente más sobrio y estable. Pero todavía, por mi parte, no me permito cantar victoria. La historia nos condena con gran frecuencia, con maligna y cíclica repetición, y casi nunca nos absuelve.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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