Derechos en riesgo
Visto lo que sucede en países de sólida tradición democrática como EE UU y Reino Unido, que han recortado severamente derechos y garantías frente a la arremetida terrorista, es destacable que España haya respondido a ese desafío -de ETA y Al Qaeda- con medidas que no violentan su entramado jurídico-constitucional. Así lo señala el informe presentado la semana pasada por el comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Álvaro Gil-Robles.
Esa "sólida cultura" de respeto a los derechos humanos de que habla el informe, y que el terrorismo aspira a poner en cuestión con sus provocaciones, es compatible con la existencia de "sectores de riesgo" en los que se hace necesaria la máxima vigilancia por parte de las autoridades. El informe, remitido al Gobierno con diversas recomendaciones, centra esos riesgos en el tratamiento de la inmigración, en la situación carcelaria y en la escalada de violencia doméstica, sin olvidar los que conlleva la detención policial.
Gil-Robles llega a la conclusión de que "ni la tortura ni los malos tratos existen como práctica sistemática en España", pero propone al Gobierno que se alarguen los plazos de prescripción del delito de tortura o que, incluso, se declare imprescriptible, y que el régimen de incomunicación judicial de los detenidos por terrorismo -de hasta 18 días- permita al menos una entrevista en privado del inculpado con su abogado. La propuesta de Gil-Robles es razonable. La tortura es un delito oculto, de difícil investigación dada la ventaja de que gozan los torturadores para borrar las pruebas, por lo que declararlo imprescriptible, como ya lo es en el derecho internacional, o alargar sus plazos de prescripción facilitaría su persecución judicial. De otro lado, se constata un hecho de antiguo advertido por otros informes: son las policías autonómicas y locales las más afectadas por denuncias de malos tratos.
El informe es particularmente crítico con episodios como la "expulsión expeditiva" de 73 inmigrantes subsaharianos, algunos de ellos demandantes de asilo, en los recientes sucesos de Ceuta y Melilla. También merece la máxima atención su denuncia de la saturación carcelaria producida en los últimos cuatro años, efecto de una política de seguridad ciudadana basada en un rigorismo penal que impide de hecho la reinserción del delincuente -una finalidad constitucional de la pena- y que exige un ingente gasto presupuestario en infraestructuras penitenciarias que no se ha producido.
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