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Sin respuestas frente al fuego

Eduardo Madina

En la actualidad, las características del movimiento migratorio son diferentes a las de cualquier tiempo pasado, hasta el punto de que es posible que nos encontremos ante una nueva era en la historia de las migraciones internacionales. Hoy, frente al pasado expansivo de Europa con sus orígenes en el siglo XVI, los países de la UE son, sin duda, receptores natos de emigrantes. Unas naciones con un fuerte pasado emisor, formadas hace muchos siglos y reacias, por sus fuertes tradiciones seculares, al nuevo fenómeno de recepción e integración de emigrantes establecidos.

Si en el pasado el mapa de flujos podía señalarse con unas pocas líneas blancas y gruesas que partían de Europa y concluían en los diferentes nuevos mundos, el complejísimo mapa actual se dibuja sobre una infinidad de delgadas líneas de colores que conectan casi cualquier punto del planeta con cualquier otro. Como consecuencia de este profundo cambio de tendencia, Europa ha cambiado también sus actitudes hacia este fenómeno. En el pasado, la emigración europea era valorada como fuente de oportunidades, fuerza de trabajo y enriquecimiento económico y cultural. Por el contrario, y en términos generales, Europa ve hoy la inmigración como un problema que hay que gestionar, mitigar, contener o incluso combatir. Mientras que en algunos sitios se planifica un cierto volumen de emigración temporal y localizada por motivos de necesidad de mano de obra, en la mayoría no se desean asentamientos indefinidos. Y, en cualquier caso, para cuando esta elección sucede, los problemas ya han empezado mucho antes.

Estos dilemas sólo nos aparecen cuando nos enfrentamos a los inmigrantes pobres

Desde la óptica de una UE carente de modelo, el itinerario del problema suele ser siempre el mismo. En primer lugar, dificultades serias de contención fronteriza en esta todavía próspera Europa, situada entre dos importantes desiertos de pobreza y donde nuestras líneas políticas recibirán siempre más visitantes por el lado de fuera que por el lado de dentro. En segundo lugar, la imposibilidad de integración social plena de los inmigrantes, por las dificultades que los Estados encuentran en el diseño de una recepción integradora, bien definida y bien explicada. Aquí suele entrar en escena un complejo tablero de contradicciones que invita a los Estados democráticos europeos a ponerse en evidencia: necesidades del mercado de trabajo frente a un clima social reticente a la inmigración, severidad y obligación de control de los emigrantes frente a las exigencias de los regímenes jurídicos garantistas de los Estados de derecho; ideales de cohesión social frente a la necesidad de grupos humanos que realicen las tareas menos deseadas; el principio de igualdad básica de derechos frente a la tendencia a la distinción entre regulares e irregulares para que las políticas de control aparenten credibilidad; el ideal de ciudadanía para todos frente a la existencia de gradaciones en el acceso a la misma; principios constitucionales de los Estados democráticos -laicismo, igualdad entre hombres y mujeres, derechos de niños y adolescentes etc.-, frente a las prácticas culturales de algunos grupos que los vulneran.

Y todo ello enmarcado en una vergüenza aceptada al darnos cuenta de que estos dilemas sólo nos aparecen cuando nos enfrentamos a los inmigrantes que huyen del hambre y se escapan de la pobreza, esos flujos, casi mareas, que denominamos de renta baja. Cuando la inmigración es de renta alta, la problemática resulta ser más sencilla; tiende a consistir tan sólo en el color de la alfombra que le ponemos al que se instala entre nosotros. Y las preguntas que flotan, suele ser siempre las mismas. ¿Dónde ocultamos nuestra hipocresía utilitarista cuando no podemos explicar nada de esto? Y sobre todo, ¿qué hacemos para resolver nuestras contradicciones? ¿Estamos haciendo lo suficiente en materia de respeto y fomento de la diversidad cultural como elemento para la aceptación y el enriquecimiento de nuestras sociedades? ¿Está Europa insistiendo en el fomento recíproco de los distintos sentimientos identitarios y en la lucha contra el racismo y la xenofobia? ¿Estamos aplicando políticas oportunas para la abolición de la exclusión social del inmigrante y las fuertes desigualdades que les acompañan?

La ausencia de respuesta o la respuesta negativa define bien la raíz del problema. Las imágenes de los coches ardiendo en Francia son sólo una punta de iceberg, la demostración de que hay algo que falla, que la Unión Europea no define un modelo común para la inmigración, que uno de los grandes desafíos de este tiempo es cómo gestionar esta nueva era global de las migraciones internacionales y que aquí seguimos, asustándonos con las imágenes de los disturbios, sin preguntarnos cuáles son los orígenes de fondo de este fuego. Por debajo de esos que, sin justificación alguna, queman coches y que el ministro de Interior francés denominaba "chusma", existen cientos de miles que viven excluidos en esta Europa próspera y que no queman nada excepto nuestra conciencia de europeos incapaces de diseñar políticas orientadas a su inclusión social. Ellos representan una pregunta que, si sigue sin respuesta, terminará por quemarnos con la intensidad de un coche que arde, con la velocidad de aquel fuego que corría al anochecer por la Rue de la Huchette, saliendo de los portales carcomidos, y que, como decía el maestro, nos arderá dulcemente hasta calcinarnos.

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Eduardo Madina es secretario general de las Juventudes Socialistas de Euskadi.

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