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Columna
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Premios paranormales

Hace muy poco tiempo, un escritor vasco de prestigio recibió telefónicamente la propuesta de que escribiera un texto con premura. Caso de que, después de un breve trámite de estampación, lo enviara a cierta convocatoria, el autor de la llamada garantizaba a nuestro hombre que se le otorgaría un premio y con él una generosa publicidad y una no menos generosa dotación en metálico.

Hay que decir, revelando el final de la trama, que el escritor consideró la propuesta una indignidad, se negó a aceptarla e incluso puede padecer muy pronto una represalia contractual, por haber tenido el atrevimiento de poner a un individuo infame ante el espejo. Sin revelar las identidades que operan en este sórdido negocio (hacerlo no añadiría nada a la diversa reputación que ostentan ambos personajes), la anécdota ilustra un preocupante fenómeno que se impone en la industria cultural y que amenaza con llevarla, si es que esto es posible, a un escalón más bajo de aquel en el que está.

Tradicionalmente, la convocatoria de un premio tenía como fin reconocer el talento de un autor o la valía de una obra. Se presumía en la institución convocante, o al menos en el jurado constituido, la suficiente autoridad como para apreciar diversas obras, juzgarlas con imparcialidad y otorgar a una de ellas el reconocimiento pertinente. Se entendía que el premio daba prestigio al ganador y que, en consecuencia, cierto prestigio debía residir con anterioridad en la institución que lo otorgaba. Es decir, el prestigio residía en el convocante y esto hay que subrayarlo: el premio honraba a aquel que lo ganaba, y lo honraba ya fuera muy conocido, ya fuera un autor anónimo, recién rescatado de su mesa de trabajo.

Pero ahora las instituciones públicas, las empresas o las asociaciones más diversas han descubierto que la entrega de un premio supone una espléndida oportunidad para la autopromoción. Conceder premios proporciona buena imagen mediática y garantiza un día de protagonismo informativo. El paso siguiente es comprender que, para reforzar estos benéficos efectos, nada como contar con un ganador elegido con antelación, alguien que optimice mediáticamente todo el esfuerzo organizativo, alguien con un prestigio ya consolidado y del que puedan beneficiarse los convocantes del premio. Es decir, se hace conveniente fichar un ganador que ya sea famoso o que, al menos, esté en el candelero.

Elegir con antelación al premiado (en vez de correr el riesgo de que, mediante un fallo honesto, el premio acabe en manos de un perfecto desconocido) es la verdadera tarea de muchos premios literarios o periodísticos de hoy día. Así se consigue para la entidad organizadora un prestigio instantáneo, un prestigio que no viene determinado por el acierto de sus dictámenes anuales (esa forma de prestigio es muy trabajosa de ganar), sino por el relumbrón de sus galardonados. Son premios que no aspiran a prestigiar a sus ganadores, sino que esperan ser prestigiados por éstos.

La honradez del escritor aludido al principio resulta admirable porque, siendo sinceros, muy pocos tendrían (o tendríamos) el suficiente coraje como para decir no a un caricato que viniera a ofrecernos dinero fácil. Por eso, hoy existe una infinidad de premios cuya única reputación proviene de haberse garantizado ganadores de postín. Así como hay premios que buscan retribuir méritos, hay premios que apenas aspiran a ser retribuidos por las celebridades que los consiguen. Y, salvo excepciones, como la de nuestro héroe del principio, los beneficiarios de esta práctica asumen con resignación esta propuesta, sus adversarios con deportividad, y los críticos y los periodistas culturales miran penosamente hacia otra parte.

Los autores consagrados prestan de buen grado su nombre a la institución organizadora y dedican a ésta, en el acto público correspondiente, unas hipócritas palabras de aprecio y gratitud. Y muy posiblemente el autor se reirá de sus palabras a altas horas de esa misma noche, cuando celebre el triunfo con sus amigos de confianza, en un bar no muy alejado de ese hotel donde unos seres indistinguibles le han rendido pleitesía.

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