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LA NUESTRA
Columna
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Terso, rugoso, plano

Hay imágenes tersas, brillantes como recién pulidas para que nuestra mirada se deslice sobre ellas sin la menor incomodidad; imágenes en las que nada que no sea el perfecto acabado formal puede destacar, ni siquiera un enunciado secundario que pudieran estar transmitiendo, justamente porque el mensaje es la riqueza de esa tersura, el valor que tiene ese brillo como síntoma, santo y seña de un segmento social que parece abrir al espectador la burbuja endogámica que habita. La contemplación de este tipo de imágenes es una invitación a la identificación inmediata: activan el deseo de pertenecer a ese mundo, de ser como la gente que se ve en él. Es la alta comedia, una mirada sobre la realidad que estructura el mundo de arriba a abajo y en la que, por eso mismo, la vida en las cumbres -y que haya que mirarla de abajo a arriba- aparecen como algo natural. El populismo es el antagonista por excelencia de ese código: bloquea el cosmopolitismo de las cimas desde las que se domina el mundo entero. La sofisticación de la publicidad de automóviles que atraviesan espacios trucados responde a eso. Y desde ahí, por cierto, parecen emitirse las imágenes de Cuatro, la nueva cadena que se nos propone como un mundo (en realidad, un modo de vida) divertido a todas las horas del día salvo el tiempo reservado (habrá que descansar de tanta felicidad) a un señor muy serio que da las noticias.

Pero también hay imágenes rugosas, agrietadas por el roce, con marcas que son cicatrices de algo ocurrido en otra parte: a esas grietas puede asirse la mirada -con dificultad: hay que reajustar el diafragma que usamos normalmente- para acceder al conocimiento de una realidad que pocas veces se deja ver. Imágenes como las que, por ejemplo, nos muestran las cámaras con rayos infrarrojos que graban lo que ocurre de noche en las fronteras de Ceuta y Melilla. En el excelente documental de Moisés Salama Melillenses, esas imágenes estaban situadas en un momento de la película a partir del cual lo que nos habían enseñado modificaba todo, lo de antes y después de esa visión: lo empañaba y lo erosionaba, desvelaba una vida de topos con la que la identificación es indeseable.

¿Cómo serán las imágenes de las cámaras de videovigilancia? La primera idea es pensar en el aburrimiento plano de quienes tienen que atender obligatoriamente a ellas; en Nueva York, a finales de los noventa, se hacían representaciones teatrales ante las cámaras de videovigilancia del metro y de la calle para distraer a los vigilantes. Pero son cámaras que se están multiplicando de manera alarmante. Es probable que, si no se sigue el fenómeno de cerca, acaben constituyendo un riesgo serio para derechos que no hay que dejar al descubierto. Por lo que sabemos de otros países, más de la mitad de esas cámaras acaban siendo de vigilancia privada: ¿qué ocurre con todo ese infinito material? Sabemos que algunas de las grabaciones que hacen -los asaltos a los supermercados- acaban en los noticiarios de medio mundo. ¿Habrá quien haga algo para poder ser visto por las cámaras? ¿Y qué puede hacer el que reivindica su derecho a pasar desapercibido?

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