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Tribuna:EL REGISTRO DE BIENES DE ALTOS CARGOS
Tribuna
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No esperemos milagros

El tema tiene morbo. Es divertido eso de asomarse a la web de la Consejería de Justicia y enterarse, con pelos y señales, del patrimonio mobiliario e inmobiliario de todos los altos cargos, algunos no tan altos, de la Junta de Andalucía. Hay sorpresas, al alza y a la baja, decepciones y, ¡como no¡, reticencias a la hora de aceptar la veracidad de algunos datos, e incluso se están produciendo críticas que vienen a enjuiciar la forma en que cada cual administra su propio peculio, en función de las cifras que nos enseña ese registro de bienes, accesible a la curiosidad de cualquier ciudadano interesado.

Vaya por delante que me parece muy bien esta medida de control público, encuadrada dentro del paquete legislativo del llamado impulso democrático, porque de una parte tiene un cierto efecto preventivo -pensar que va a ser la panacea sería cosa de ingenuos- como barrera a las tentaciones del vil metal y, de otra, puede contribuir a una mayor tranquilidad colectiva ya que ahora, quien quiera tiene la oportunidad de convertirse en vigilante informático de los bienes y fortunas, incluso de las deudas, de sus representantes políticos o altos cargos. Y una vez que se ha dado este paso lo lógico sería que, en un plazo muy breve, todos quienes ostenten un puesto de representación pública en nuestra comunidad, sea cual sea su ámbito, regional, provincial o local, se vean sujetos a la misma obligación de desnudar su intimidad financiera ante los ojos del público, como en una especie de Gran Hermano de los estados de liquidez. Y hay que hacer la advertencia de que para un verdadero ejercicio de control, lo más importante no es el conocimiento del estado patrimonial o financiero en un momento dado, sino la comparativa entre lo que se tiene cuando se llega a un cargo y lo que se posee, según transcurre el ejercicio del mismo.

Cierto es que tal ejercicio de transparencia puede molestar, o incomodar, a sus forzados protagonistas, porque a nadie le gusta, salvo a algún que otro masoca, sentirse colocado bajo la lupa de la curiosidad ajena. Y también es verdad que, sobre todo en estos primeros tiempos, por aquello de la novedad, muchos de los que ejercen su derecho a estar informados, lo hacen más por un impulso cotilla, que por una conciencia clara de su papel en ese juego de equilibrio, que todo esto establece entre conductas individuales y opinión pública y publicada.

Pero, curiosidades inevitables aparte, y reconociendo también que el sistema no es perfecto, por cuanto ya se han producido errores de bulto en los datos ofrecidos, y cuya rectificación ha inducido a comentarios críticos o interpretaciones jocosas, ni garantiza que todo lo declarado sea la verdad, y nada más que la verdad, pero tampoco menos que la verdad, lo realmente importante es que se ha dado un paso que no tiene ya marcha atrás en el camino de la transparencia y que, a la larga, tendrá que contribuir a lavar la imagen de quienes se dedican a la cosa pública, en general, gente honrada y mal pagada, cuya recompensa, en muchos casos, no va más allá de la satisfacción de pequeñas vanidades personales, pero cuya credibilidad colectiva se ha puesto en entredicho por la acción de unos pocos, que han ido buscando rentabilidades ilícitas o se han dejado seducir por oportunidades de enriquecimiento fácil.

También es posible, y deseable, que el conocimiento previo de la obligación de exponer el patrimonio privado ante el ojo público, ejerza un efecto disuasorio en algunos que buscan su acceso a determinados cargos en función de ocultas rentabilidades, por aquello de que lo que hay que declarar, interesa mucho menos. Tampoco vamos a ser tan ingenuos como para creer que todo esto va a hacer desaparecer cualquier rastro de sospecha sobre los políticos del imaginario colectivo. Nada de eso. Muchos seguirán pensando que estas medidas u otras similares, sólo servirán para que los presuntos implicados se vuelvan más cuidadosos o taimados, pero nunca más honrados. Pero contra ese prejuicio viciado es muy difícil luchar, porque conlleva un blindaje emocional que rechaza cualquier tipo de argumento, por muy veraz y transparente que éste sea. Es decir, que hay quién piensa que todos los políticos son ladrones, y lo seguirá pensando aunque los vea en la cola de un comedor de caridad. Lo más que pensará es en la caradura que tiene el tío, que, además de lo que se lleva, quiere comer gratis.

De todas formas sería importante, conveniente, e incluso necesario, que ahora que acaba de echarse a andar este sistema, no lo estropeemos, poniendo más énfasis en la curiosidad morbosa, en el comentario frívolo o en la interpretación torticera, que, al final para lo que sirven es para poner en cuestión la eficacia, presente y futura, de unas medidas que serán buenas en función de cómo sepamos utilizarlas. O sea, que todo esto sirve para lo que sirve, que ya es bastante. Y no esperemos milagros.

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Juan Ojeda Sanz es periodista y ex eurodiputado del PP.

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