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Columna
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El faro de Madrid

Que durante toda una sesión monográfica en su honor, Cataluña ocupara a los parlamentarios de esta nuestra provincia no creo que fuera sólo la consecuencia de un puro interés mercantil por los efectos que sobre las arcas madrileñas llegue a tener la insolidaridad financiera que Satanás ha introducido en las entretelas de ese demoníaco Estatuto que le está mordiendo las entrañas a la Patria. Tampoco creo que Madrid, muerto de envidia porque Cataluña pueda ser llamada nación, y nosotros no, pague a sus parlamentarios autonómicos para que ajusten cuentas con ella y le escupan un poco de resentimiento. Y menos aún me creo que una iniciativa del Parlament de Cataluña sea pretexto necesario para alegatos patrióticos en la Asamblea por pura arrogancia de la que es nada menos que capital de una nación de naciones.

Si la Asamblea no se contiene en sus fronteras con La Mancha, Extremadura y Castilla y León, es porque el cosmopolitismo de sus miembros la obliga a salir de su ser autonómico para manifestarse en auxilio de quien pueda necesitarla; los catalanes en este caso. Si además, el Gobierno es vecino de Madrid y su presidente un ciudadano de esta autonomía no está mal aprovechar semejante circunstancia para colaborar con él en los empeños plurinacionales o como se diga.

Y ahora, pongamos que tuviéramos una presidenta o un presidente, cuyos vastos conocimientos de España y del mundo hicieran que Madrid se le quedara chico, y harto-harta de problemas de vertederos, sombras de corrupciones, carencias en escuelas y hospitales, quisiera aportar su sapiencia a Cataluña, y con alma de Castelar del siglo XXI, con voz más aflautada o menos, se entregara a la oratoria patria desde la moderna tribuna de Vallecas, ¿por qué motivos se habría de privar a Cataluña de los beneficios de tal riqueza intelectual cuando pudiera servirle para entrar en razones que le faltan?

A la quisquillosa oposición al Gobierno de Madrid, que no sale de la caspa de los fogones y quiere a su presidenta en la brega del día a día, como una afanada ama de casa autonómica, echándole en cara que abandone las obligaciones de su hogar para meter la nariz en el de los demás, habría que contarles la expectación con que vivió Cataluña (en Barcelona no se hablaba de otra cosa) lo que se decía de su nuevo Estatuto en la Asamblea de Madrid y las soluciones que aportaba nuestra presidenta. La originalidad de su análisis, el rigor con que desmenuzaba el contenido del texto del proyecto, la ausencia de cualquier tentación simplificadora, la modernidad de su juicio, la belleza de su verbo, el espíritu conciliador y el talante moderado, sin sombra alguna de interés partidista, sectario o demagógico deslumbró a una Cataluña agradecida a esta vigorosa voz solidaria.

Tanto es así que, enterados los valencianos, han mostrado su agravio porque en Vallecas no se haya dedicado un monográfico a su Estatuto recién remendado. Y parece que Andalucía, Extremadura, Canarias o Baleares no pasarán por la experiencia de reforma estatutaria si la Asamblea, con la presidenta de la Comunidad al frente, no le dedica una de esas brillantes sesiones que hacen que la Patria toda mire ensimismada al faro madrileño. Sólo una oposición algo despistada y cobarde en definitiva, que ha sido la acusación que le ha hecho la presidenta, es capaz de querer que el brillo intelectual de la que más manda en Madrid se emplee en un debate sobre la Sanidad en lugar de hacerlo sobre el Estado, desaprovechando así el brillante rastro de su paso inolvidable por el Senado y los ministerios.

Preocupada porque la presidenta se crezca en su liderazgo nacional, llevada de su legítima ambición política imparable, la oposición no acaba de entender que la Sanidad ya no es materia de debate parlamentario sino objeto de espacios publicitarios que pagamos con nuestros impuestos. Por eso, la Asamblea, que ya se ha ocupado de otras cuestiones internacionales, habrá de prepararse para ser otra cosa: tendrá que abordar ahora los disturbios de París, no sólo en la confianza de ayudar al Gobierno francés, que está pendiente de lo que aquí se diga, sino para culpar al presidente del Gobierno de España de que en Madrid pueda pasar algo similar y él no esté haciendo ya algo. O, puestos en la fiesta de mañana, para un monográfico sobre la madrileña Virgen de la Almudena y la catalana de Montserrat, que Rouco piensa que es la misma y quizá los obispos catalanes que no. Al cabo, detrás de todo debate nacionalista, además del dinero está el altar.

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