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DIETARIO VOLUBLE
Columna
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También le llaman tedio

Enrique Vila-Matas

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Esta mañana he visto que en la plaza de Lesseps siguen cautas y lentas las obras de la futura línea 9 del metro, pero que, en curioso contraste, han ido a una velocidad de vértigo las obras colindantes, las de la biblioteca Jaume Fuster, que se inaugura ya el próximo domingo y que en los próximos 10 días recibirá la visita de Salman Rushdie y Kazuo Ishiguro, entre otros. La nueva biblioteca -como todas las que se construyen últimamente en Cataluña- tiene un aspecto un tanto aséptico, serio, vulgar, tirando a aburrido. Habrá quien se pregunte qué otro aspecto podría tener. Pues sería deseable que una biblioteca nueva pudiera ser, entre otras cosas, un recinto a la espera de grandes risas, de esa felicidad de carcajada que llega tantas veces a través precisamente de la lectura. A mí me parece que no tienen por qué estar reñidas la alegría y los libros. "No hago nada sin alegría", escribió Montaigne. ¿Y acaso no sabemos ya desde hace tiempo que Dante no fue únicamente severo? Yo comparto con el profesor y amigo Jordi Llovet la impresión de que nuestras bibliotecas tienen algo entre conventual y puritano. En ellas, por ejemplo, no se puede uno reír con estridencia cuando precisamente la literatura está llena de cosas irrisorias. Es más, la propia literatura es la que viene recordándonos desde siglos que la seriedad es un continente misterioso del cuerpo que sirve para esconder los defectos de la mente.

Hay que ir contra el aburrimiento como quien va contra ese tipo de gravedad o seriedad con la que tantos miserables ocultan sus defectos mentales. Además, que yo sepa, el gran Jaume Fuster era un hombre divertido. En todo esto he pensado esta tarde cuando he vuelto a la plaza para volver a examinar la biblioteca y dar una ojeada al sucio y caótico entorno de Lesseps, tan vergonzosamente abandonado por Barcelona desde hace décadas. Me he acordado entonces de que en ese mismo escenario, hace ya muchos años, un amigo, que siempre se hacía el misterioso, detuvo mis pasos para contarme al oído un secreto que resultó ser decepcionante y, sobre todo, muy aburrido. Nada tan chocante como un secreto aburrido. Esta tarde he temido de pronto que alguien quisiera contarme algún secreto insulso de la nueva biblioteca. Y para pensar en algo diferente me he dicho que, si la biblioteca Fuster nos sorprendiera a todos con un bar chiflado y tremendamente divertido, algunos vecinos lo agradeceríamos, pues no hay un lugar de la ciudad que esté peor de bares que esta plaza de Lesseps de todas las desdichas y seriedades. Me he dicho todo esto y luego he asomado la cabeza por uno de los pocos cafés dignos de la zona y he observado a cuatro parroquianos que seguían en un rancio televisor el debate parlamentario sobre el Estatut y, tal vez por la proximidad de la flamante biblioteca, viendo en la pantalla la seriedad y el presumido rictus del diputado y petimetre Acebes, me he acordado de Pío Baroja cuando decía que la mayor parte del entusiasmo que produce el régimen parlamentario en ciertos trepadores depende de la posibilidad de hacer una carrera con rapidez, de la ilusión de representar un papel en el Congreso, de farolear, dar unos paseos en la tribuna, y de estirarse los puños ante el público.

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Decía François de la Rochefoucauld que a menudo perdonamos a los que nos aburren, pero no podemos perdonar jamás a aquellos a los que hemos aburrido.

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Baroja odiaba tener hijos porque los pisos de Madrid le parecían pequeñitos, aburridos y mezquinos. Pero escribió que le habría gustado tener una gran familia viviendo en una granja en América o Australia, "con una vida amplia y fácil". A mí que me disculpen los australianos, pero a su país no quisiera tener que ir nunca. En primer lugar, me queda lejos y, además, sé que es un país enormemente plomizo. Por otra parte, uno no puede dejar de recordar -aunque sea una leyenda manipulada- que los ingleses poblaron esas tierras con todos los delincuentes que sobraban en su isla y que, por tanto, allí viven aburridos los descendientes de esos indeseables. Y, en tercer lugar, porque la presencia constante de canguros saltarines puede acabar resultando un soberano latazo. Hasta el día de hoy, Australia sólo ofrecía una clara ventaja con respecto a casi todos los demás países. Era uno de los pocos lugares de la tierra donde aún no sabían qué es un atentado terrorista. Pero eso acaban de estropearlo en parte los servicios secretos australianos anunciando que el país está ya en el punto de mira de los radicales islámicos. Puede que hayan vencido con eso al tedio, pero ¿era necesario anunciar lo que tal vez sólo sea una hipótesis de trabajo? ¿Han querido curarse en salud por si acaso se produce algún atentado? Quizá tengan sobradas pistas y anden en lo cierto con su anuncio, pero uno no puede dejar de pensar que, en el caso de que sea una alarma creada para dar la sensación de que trabajan, lo único que habrán logrado los componentes de la ASIO, la agencia de inteligencia de ese país, es darles una idea más a los terroristas y de paso lograr el innecesario ingreso de Australia en el club del miedo mundial. Si fuera así, desde luego a estos servicios secretos sólo les habrían superado en torpeza aquellos policías secretos españoles que, hará de eso ya pronto 30 años, hacia 1976, se manifestaron en Madrid a cara descubierta pidiendo un aumento de sueldo. El pueblo dejó sus pisos pequeñitos y salió a la calle a fotografiarles. Fue aquel, por cierto, uno de los espectáculos más irrisorios y menos aburridos que he visto en mi vida.

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