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Columna
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Lógica democrática

Los acontecimientos políticos se van sucediendo con una rapidez tan vertiginosa desde el comienzo de esta legislatura que es necesario detenerse de vez en cuando y reflexionar sobre cuáles fueron los programas políticos con los que los partidos políticos en general y los partidos de gobierno en particular se presentaron ante los electores, para intentar encontrar la lógica interna que preside esa sucesión frenética de acontecimientos. De lo contrario, se corre el riesgo de que los árboles no nos permitan ver el bosque y nos acabemos encontrando en la confusión más absoluta.

La campaña electoral de las últimas elecciones generales y andaluzas estuvo presidida por la confrontación de dos alternativas muy claramente diferenciadas, que no se circunscribían, como suele ser frecuente en las elecciones generales o autonómicas, a la posible acción de gobierno que cada una de ellas pondría en marcha, sino que se extendían a la conveniencia o no de reformar las reglas del juego en las que descansan tanto el sistema político español como el subsistema político andaluz. Frente a la posición que mantuvo en su programa electoral el PP, tanto el nacional como el andaluz, de que no era necesario el cambio de las reglas de juego en lo más mínimo, ya que la Constitución y el Estatuto de Autonomía estaban bien como estaban y no había que introducir la más mínima modificación en ellos, el PSOE se presentó ante los electores con un programa en el que tanto la reforma de la Constitución como la del Estatuto figuraban en un lugar prominente. Por encima de las medidas concretas de acción de gobierno que se proponían, figuraba el compromiso de promover una reforma constitucional y estatutaria, a fin de perfeccionar el funcionamiento del Estado de las Autonomías que habíamos venido construyendo en los últimos veinticinco años dentro de las posibilidades y límites que permite el texto constitucional.

El PP no puede pretender tener un derecho de veto sobre la reforma de los estatutos de autonomía

Sobre estos dos programas, como recordó muy oportunamente el portavoz de Coalición Canaria, Paulino Rivero, en el debate sobre la toma en consideración de la reforma del estatuto de autonomía de Cataluña, se pronunciaron expresamente el cuerpo electoral español y el andaluz el 14 M de 2004 con el resultado de todos conocidos. Lo que está ocurriendo no es, en consecuencia, fruto de la improvisación o del capricho de unos profesionales de la política, que no guarda relación con las preocupaciones de los ciudadanos, sino que tiene que ver con el cumplimiento de unos compromisos electorales contraídos con los votantes. Se está debatiendo sobre las reforma de la estructura del Estado, que afecta a los dos elementos que la definen, la Constitución y los Estatutos de Autonomía, porque así lo han querido los ciudadanos españoles en general y los andaluces en particular, que contribuyeron de manera decisiva a que el PSOE fuera el partido más votado en España. Es la lógica de la legitimación democrática del poder la que explica que esta legislatura sea, en el sentido fuerte del término, una legislatura de reformas. No de puras reformas legislativas, porque eso lo son todas, sino de reformas constitucionales y estatutarias, que solamente se producen muy de vez en cuando.

La aceptación del resultado electoral debería de haber conducido a todos los partidos políticos, también al que perdió las elecciones, a entrar con buena fe en el debate reformador, aunque en principio la reforma constitucional y estatutaria no figurara en su programa. La decisión del cuerpo electoral es una decisión única que vincula tanto a la mayoría como a la minoría y que tiene que ser interpretada conjuntamente por ambas cuando lo que está se debate es la revisión de las reglas del juego.

Esto es lo que el PP parece no haber entendido. Cada partido tiene en cada uno de los niveles de gobierno, estatal, autonómico o municipal, la posición que los ciudadanos le asignan en los distintos procesos electorales. Y desde esa posición tiene que participar en todos los debates que se planteen y en la toma de todas las decisiones que se deban adoptar. En un Estado compuesto, como es el Estado español desde 1978, puede ocurrir que un partido de Gobierno de España no sea partido de Gobierno en algunas comunidades autónomas, y que, en consecuencia, no disponga de minoría de bloqueo para condicionar la reforma de las reglas del juego. Es lo que le ocurre al PP tanto en Cataluña como en Andalucía. Su concurso no es imprescindible para la reforma de los estatutos de autonomía de estas dos comunidades autónomas, a pesar de que las mayorías parlamentarias que se exigen son de 2/3 y 3/5 respectivamente. Su participación tiene que estar condicionada por este dato. El PP no puede pretender tener un derecho de veto sobre la reforma de los estatutos de autonomía de Cataluña y de Andalucía, porque tal derecho carece de legitimación democrática. Si el Gobierno de la Nación le reconociera tal derecho al PP estaría contraviniendo la manifestación de voluntad de los ciudadanos de Cataluña y de Andalucía, que no han querido que el PP se convierta en el árbitro de la reforma de sus reglas de juego.

No cabe duda de que la posición en la que se encuentra el PP es muy incómoda. Pero es la que han querido los ciudadanos catalanes y andaluces. Dada su posición de partido de gobierno en el Estado, la dirección del PP podría jugar bazas importantes en la discusión de la reforma estatutaria catalana y andaluza, pero no puede argumentar que cualquier reforma de estos estatutos con la que él no esté de acuerdo es una reforma constitucional y debe ser tramitada como tal, a fin de que el concurso del PP sea imprescindible. Eso sí que supone no solo no respetar lo que la Constitución dispone, sino algo más grave, el principio de legitimación democrática en el que descansa el conjunto de nuestro sistema político.

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