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Columna
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El pregonero

La figura del pregonero está en franca decadencia. No me refiero a la del famosillo de turno, a quien los ayuntamientos encargan la lectura del pregón en Navidad o las fiestas patronales, sino a ese otro tipo que recorría las calles y plazas del pueblo haciendo sonar una trompetilla antes de anunciar un bando municipal o acontecimiento en ciernes. Creo que en los pueblos pequeños todavía queda alguno que muy esporádicamente recibe el encargo de informar a voces. Pregonero era casi siempre el alguacil del lugar, una especie de bedel multiusos empleado por el Ayuntamiento para hacer un poco de todo. Normalmente no era el más listo del pueblo, sino el más solícito o a veces el más necesitado. Así que tampoco solía distinguirse especialmente por su verbo fluido o por su dicción. Puede que haya habido excepcionales oradores, pero la inmensa mayoría soltaba una parrafada monocorde cuyos enunciados siempre concluían en alto con la supuesta intención de atraer la atención del vecindario. El resultado era una cantinela machacona que ha pasado a la historia como expresión característica de la España pueblerina.

Quien más quien menos ha bromeado alguna vez con el "se hace sabeeer..." para darse un aire paleto. Aunque los pregoneros son, como digo, una especie en vías de extinción, abducidos por otras fórmulas más modernas de difusión, su peculiar forma de expresarse parece encontrar acomodo y prosperidad entre muchos periodistas de radio y televisión. Me refiero a los que han adquirido esa costumbre, cada vez más extendida en los medios, de terminar las frases elevando el tono en lugar de darles la correcta entonación concluyente. El mes pasado, en sus Cartas al Director, EL PAÍS recogía la misiva de un lector que denunciaba el fenómeno bajo el inspirado título de Así no habla nadie. Explicaba con inusitado acierto cómo se está imponiendo una nueva prosodia para leer las informaciones. "Donde debe usarse la entonación descendente, conclusiva de un enunciado", contaba, "ahora se hace ascendente, de modo que nunca se sabe si algo concluye o no , si es aseveración o interrogación, si es carne o pescado". El autor se extendía calificando esta mezcla de tonos como una tomadura de pelo y un sinsentido que hace el discurso algo incomprensible. Discrepo en lo de la tomadura de pelo porque no creo que el objeto de esa forma errónea de hablar sea el burlarse del oyente o espectador; creo que es simplemente una moda estúpida de la que se han ido contaminando muchos profesionales sin casi darse cuenta. Es más, ninguno de los compañeros a los que personalmente he hecho notar este defecto, y han sido muchos, parecía ser consciente del mismo, lo que, por cierto, complica sobremanera su corrección. Estoy, en cambio, absolutamente de acuerdo en que esa alteración de los tonos constituye una aberración para el discurso. Y lo estoy por algo tan evidente y elemental como el título de su carta, porque "nadie habla así ". En la vida cotidiana nadie habla de esa manera, y si alguien lo hiciera le tomaríamos por gilipollas. Nadie excepto los pregoneros, que si le hablaran a su señora y a sus niños como proclaman los bandos, pensaríamos que se han vuelto igualmente gilipollas.

Con todo, lo verdaderamente grave de este vicio, tara o anomalía prosódica son las limitaciones que impone al informador. Hablando de esa manera tan antinatural es imposible interpretar un texto y darle la entonación, el brillo y el color que exige el trabajo de un comunicador. Se pierde la capacidad de entonación y, por tanto, la de ponerle sentimiento y emoción al texto. Apenas podrá proporcionarle riqueza de matices y leerá del mismo modo una noticia relativa a un atentado terrorista que otra referente al carnaval. Es decir, que quien no logre superar ese defecto difícilmente podrá conmover o impresionar y estará restringiendo, por tanto, su progreso profesional. El de los informadores audiovisuales no es el único oficio en el que es importante saber leer en alto. Resulta de enorme utilidad para cualquiera que tenga que realizar una presentación o simplemente dirigirse al público. Es una práctica que debería ejercitarse en la escuela y desde luego perfeccionarse en los estudios de periodismo. Nada de esto ocurre y por ello prosperan esos virus prosódicos capaces de convertir a un periodista ilustrado en un humilde pregonero.

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