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Columna
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El acojono

En el año de Nuestro Señor 2005, estamos acojonados. Hay quien quiere hacer creer que el acojono es una virtud frente a catástrofes, pandemias, conflictos políticos, como si el miedo fuera un derivado de la prudencia. Es como decir: "Estoy acojonado, luego soy inteligente". Pero lo malo es que las personas acojonadas dan pánico.

Los más pesimistas tienen miedo a los billetes de un euro. Dicen que los van a lanzar para que la población se dé cuenta del valor del dinero, ya que la crisis que se avecina podría ser grave. El miedo a la ruina parece ser la forma más común de organización del cerebro primario de los seres humanos. Se trata de un esquema orgánico de supervivencia, condicionado por el precio del petróleo, entre otras cosas. No es, en principio, nada anormal, sino más bien lo lógico en una persona que tiene que adaptarse al medio en que vive y que puede convertirse en un monstruo si no llena el depósito.

Miedo a los acontecimientos, miedo a uno mismo, miedo a las facturas, al cambio climático, a la gripe aviar, al paro, al terrorismo, a la vida en general, son miedos que pueden catalogarse como normales siempre y cuando no interrumpan o coarten la actividad genérica de la persona. Según la mayoría de los estudios psicológicos y psiquiátricos publicados sobre el tema, el miedo está dentro de la mente del individuo y rara vez se corresponde con alguna realidad concreta, sino más bien con un pre-acontecimiento, como los que nos ofrecen los medios de comunicación diariamente.

Pero el caso es que el comportamiento del colectivo ante situaciones de pánico es tanto o mucho más temible que la causa del miedo. No se sabe qué inspira más terror, si los depósitos vacíos o la humanidad que no puede llenarlos. Hace poco, cuando tuvo lugar la huelga de transportes, se dio un ejemplo claro de lo que significa el acojono.

La atávica tendencia a la acumulación de alimentos en previsión de la escasez se hizo patente en la ciudadanía, poniendo de manifiesto una vez más la insolidaridad general. En los supermercados, los alimentos escasearon nada más se avecinó la huelga. Quedó demostrado que ciertas personas no podían vivir, por ejemplo, sin cientos de yogures. Otras, sin una tonelada de patatas fritas de bolsa. Los helados, por poner un caso, se acabaron, y ello podría haber sido causa de multitud de divorcios. Los adolescentes -seguramente hijos de padres divorciados por falta de helados- acumularon miles de salchichas para la hora de la cena y, en medio de este caos absurdo, una mujer gritaba en un supermercado, al ver la estantería del azúcar vacía: "¡El azúcar está muerto! ¡El azúcar está muerto!"

Eso sí que da miedo.

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