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Columna
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El Quijote como juego

José Luis Ferris

Ya sé que hablar de El Quijote a estas alturas del año puede resultar redundante y cansino, pero quedan menos dos meses para que expire el cuarto centenario de su primera edición y no me resisto a soltar alguna prenda sobre el asunto y su autor.

Debemos reconocer que Cervantes fue un tipo desafortunado. A una infancia revuelta, una juventud nómada, de aquí para allá, y una vida, en fin, cargada de frustraciones, castigos, batallas, oficios innobles y presidios, cabe añadir la minusvalía de su brazo izquierdo y ese escaso reconocimiento literario que le relegó al saco de la mediocridad, al puesto de escritor de segunda fila ninguneado por la fama. Pero hete aquí que en un momento dado, fecundo como pocos, don Miguel tuvo la ocurrencia y el acierto de escribir una obra sin argumento alguno, sin tramado novelesco, sin asunto, sin el menor suspense; una obra incalificable en su época que, pese a todos los augurios, iba a ser considerada la primera novela de la historia, el canon de ese género que no tardaría en propagarse por Europa bajo la embaucadora influencia de Cervantes. Y es que el éxito que alcanzó la locura de Alonso Quijano nada más salir de la imprenta se asienta poderosamente en una razón de peso: El Quijote no está escrito con la imaginación sino con la memoria, con la experiencia, con la profunda y serena sabiduría de un hombre golpeado por la vida que, sin resentimientos ni amarguras, concibe su relato como un juego, un juego en el que todo cabe, incluso la aventura de un paranoico enloquecido por los libros que entrega su vida a un ideal sublime y se estrella contra la realidad porque los demás no cumplen, precisamente, las reglas del juego.

La acción de El Quijote se libra en el transcurso de un mismo año. La primera parte vio la luz en 1605, sin embargo, los hechos que se narran en la obra ocurrieron nueve años más tarde, entre la primavera y el verano de 1614. Otro malabarismo de Cervantes que me reservo comentar en próximas columnas, antes, por supuesto, de que prescriba el centenario y el juego se termine.

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