Una de Monarquía
El viento noticioso levantado por el aterrizaje entre nosotros de la infanta Leonor, primogénita de los príncipes de Asturias, ha azotado con tal fuerza los espacios preferentes de los medios informativos que otras noticias, hasta ayer de primera página, han quedado arrumbadas en las playas de la insignificancia, como gustaba decir el inolvidado Julio Cerón. Sucede que sólo los miembros de la familia real, como es el caso de Leonor, están en la vida pública por formar parte de la misma, en tanto que todos los demás actores políticos se incorporan al reparto de la función a título estrictamente personal. Por eso, ha sido tan de agradecer la forma discreta en que el ex presidente del Gobierno Felipe González ha casado a su hija María y resultó tan insufrible la pretendida boda de Estado de Ana Aznar y Alejandro Agag en la basílica de San Lorenzo del Escorial. El pacto elemental a estos efectos entre gobernantes electos y gobernados podría enunciarse en términos de "absténganse de utilizar a su familia en actividades políticas y así podrán exigir que la respetemos".
Por esta vereda podríamos internarnos en el libro de T. S. Eliot Notas para la definición de la cultura, que con tanta lucidez comentó George Orwell en las páginas de The Observer (véase la antología de próxima aparición en la editorial Global Rhythm). Allí señala Orwell que en esencia para Eliot los niveles más elevados de cultura sólo han sido alcanzados por pequeños grupos de personas, grupos sociales o bien grupos regionales, capaces de refinar sus tradiciones culturales durante largos periodos de tiempo. Luego, subraya cómo la más importante de todas las influencias culturales es la familia, y observa cómo la lealtad familiar se refuerza en la medida en que la mayoría de la gente da por hecho que permanecerá toda la vida en el mismo nivel social en el que nació. Tras fijar estos conceptos, Orwell la emprende con la sociedad sin clases, entonces tan en boga, y resalta la tendencia que tiene a osificarse porque sus gobernantes propenden siempre a elegir como sucesores a quienes más se les parecen, conforme al proverbio latino similis, similis quaerit. De manera que por ahí también nos cierra la salida del progreso.
Vuelve después al análisis de las instituciones hereditarias y nos sorprende al atribuirles la virtud de la inestabilidad. Pienso en la réplica fulminante que le habría dado el joven Anson de haberle escuchado semejante argumento, pero me consta que nunca se encontraron. Dice Orwell que ha de ser así porque en las instituciones hereditarias el poder constantemente acaba en manos de personas que o son incapaces de ejercerlo o lo usan para fines no previstos por sus antecesores. El repaso de nuestros reyes en los dos últimos siglos ofrece ejemplos suficientes de ambas alternativas y de ese repaso nació la conversión de Manuel Azaña al republicanismo, como señala Eduardo García de Enterría en su introducción al libro Manuel Azaña, sobre la autonomía política de Cataluña, que acaba de publicar la editorial Tecnos en su colección Clásicos del Pensamiento. Enjuiciada la experiencia de Alfonso XIII, para Azaña la democracia y un efectivo régimen de libertades resultaban incompatibles con la Monarquía y como la democracia y las libertades eran el único régimen acomodado al nivel del tiempo, se imponía abandonar la Monarquía y promover la República.
Cuarenta años después, sucedió que el Rey don Juan Carlos I desempeñó un papel fundamental para invertir la situación, para que pudiéramos recuperar la democracia y dotarnos de un efectivo régimen de libertades. El Rey antepuso sus deberes y lealtades con el pueblo español a cualquier otra misión que le hubiera sido confiada. Se apresuró a renunciar a los poderes omnímodos recibidos a la manera castrense, favoreció los cambios y sólo quiso ser Rey de ciudadanos libres. O sea que con Don Juan Carlos se ha inaugurado una nueva compatibilidad entre democracia con régimen de libertades y Monarquía. Otra cosa es que, como antes se ha dicho, las instituciones hereditarias adolezcan de inestabilidad o que, como explicaba un día el primer ministro de Suecia Göran Persson, las actuales monarquías lejos de ser derrocadas vayan a extinguirse por desistimiento de sus titulares.
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