El retorno de la cazalla
Hace unos siete años, escribí un esta misma página una crónica de la manzanilla y Cazalla de la Sierra, el mítico chiringuito del final de La Rambla. Llegué justo a tiempo para rememorar viejos tiempos y rendir un homenaje a tan preciado rincón barcelonés: a los pocos meses el puesto se cerró y todo parecía pronosticar que para siempre. Los descendientes de Pepe y Victoria, descendientes también del primer dueño que abrió en 1912, no estaban para cazallas, la normativa de bares se había endurecido y la entonces concejal del distrito de Ciutat Vella, Caty Carreras, no daba demasiadas facilidades para que el bar siguiera adelante, más bien lo contrario. Así es que los asiduos se fueron desperdigando y, como tantas cosas con solera de esta ciudad, La Cazalla cayó en el olvido. A mí me daba un no sé qué cada vez que pasaba por delante y veía la persiana metálica abajo. Era fácil imaginar a las viejas glorias del toreo departiendo con bailaores, con flamencas, con las vedettes del vecino Villarosa, las putas del barrio, los vecinos o los que bajaban a esta parte de La Rambla a ver y a vivir lo que no tenían en su barrio. ¡Tanta historia! Por eso, el día que vi la persiana levantada y a un personaje conocido detrás de la barra no pude resistir la tentación de repetir la crónica, que seguro que no se parecería a la primera.
La Cazalla es el espejo de La Rambla: allí van putas, remolcadores, los que salen del Liceo o jueces que toman su cerveza antes de cenar
Este personaje se llama José Ángel de la Villa y es un gallego afincado en Barcelona y locamente enamorado de La Rambla, nostálgico del viejo y perdido barrio chino, entusiasta de la Bodega Bohemia, del primer Zeleste, de El Molino, del Villarosa... locales ahora cerrados que dieron vida a la ciudad y propiciaron toda clase de emociones y relaciones. Como dice Lluís Permanyer, el cronista de Barcelona, aquí se tiende a echar abajo todo y crear de nuevo. En lo que no siempre se acierta.
Por si el nombre no les suena, Ángel es el que desde hace más de 25 años lleva el bar Pastís, otro monumento de Barcelona. Le gusta definirse como tabernero del barrio chino y luchó lo imposible para recuperar el puesto de La Cazalla. Finalmente, el pasado mayo se inauguró de nuevo con una fiesta que congregó a lo mejor de cada casa. Ahora, prácticamente a cualquier hora podréis encontrar a alguien apoyado en la vieja barra de mármol y delante de una cerveza, un café o el vasito de cazalla. Allí me acerco yo un mediodía y mientras espero a Ángel, Edgar, un joven cliente que ha pasado al otro lado de la barra, me anima a probar la nueva cazalla, con sus pasas flotando. La verdad es que a estas horas me da pereza, pero llega María, una asidua del lugar y gran experta en el tema, que casi me obliga a dar un sorbo. "Primero te rasca", comenta, "pero luego te deja un sabor dulce anisado en toda la boca". Yo casi prefiero la primera experiencia que la segunda. Trago un minúsculo sorbo y antes de que me obligue a más le pregunto si ha notado diferencia entre la cazalla de Victoria y la de Ángel. "Ahora empieza a parecerse. Primero era muy amarilla, pero cada vez es más blanca, como la de Victoria". Lo cierto es que la antigua dueña se ha guardado muy bien el secreto de la receta y Ángel no le pudo sonsacar nada.
Ángel aparece 20 minutos tarde, pero se le perdona porque su jornada empieza al mediodía y porque yo estoy encantada con el personal que se apiña en el rincón. Un senegalés guapísimo que pinta retratos en La Rambla y que me da ánimos para que me termine el vaso. Un viejo que se come su bocata de jamón preparado por Edgar. Otra mujer que trabaja en la zona y que pide una clara. Al final somos cinco o seis, y todos insisten en mi cazalla. Ángel me cuenta lo que le costó abrir de nuevo el puesto, lo que tuvo que luchar con la normativa, capitaneada por Caty Carreras, y lo mucho que le duele el cierre de tantos locales emblemáticos. "La gente ya no baja a La Rambla", comenta. "Vive de espaldas a ella". Le digo que no me extraña, con tanto guiri y McDonalds. Pero él insiste: "La Rambla ha cambiado, pero sigue siendo La Rambla de siempre. No existe nada parecido en todo el mundo". Observo los cambios de la calle: han pintado las paredes, han sacado el cartel de la plaza de toros (aunque dice que lo recuperará) y han colocado bombillas de colores que flotan en el aire: Arc del Teatre parece una fiesta mayor. El suelo está limpio porque tanto Ángel, como Edgar, como Pilar y Cristina, las chicas que trabajan por la tarde, no paran de regarlo. Ángel me enseña pequeños secretos del chiringuito: un clavo ancestral de un viejo cliente que colgaba su bolsa de trabajo, un saliente en la pared para dejar el vaso...
"La Cazalla es el espejo de La Rambla: aquí vienen desde putas y travestidos hasta remolcadores, controladores del aeropuerto, los que salen del Liceo o jueces que se toman su cervecita antes de cenar". Aquí se montan tertulias sin pretenderlo. El espacio es tan ínfimo que el roce hace la comunicación, que es la función de todo bar. Ahora Ángel da vueltas a un nuevo proyecto: recuperar otro bar emblemático, pero no quiere decir más para no estropear la jugada. Es la hora de marcharme y mi cazalla sigue casi intacta, lo que provoca protestas, como si fuera un agravio dejar el vaso lleno. Ángel se lo pasa a María, que insiste en que es mío. Sigo firme, pero prometo que una de estas noches llegaré hasta el final, pasa incluida.
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