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Columna
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La indefinición de las formas

Apacible, acogedor, silencioso y dulce, así definiría cualquier espectador el cuadrivio espacial de Artium, cuando se ve envuelto por los 19 acrílicos sobre telas del pintor alavés Prudencio Irazabal (Puentelarrá, 1954), residente en Nueva York desde hace veinte años.

¿Cómo se ha conseguido esa atmósfera de amable afabilidad? En buena parte debido al proceso técnico. Proceso logrado a través de acumulaciones de capas finas de ida y vuelta superpuestas de pintura, casi imperceptibles y transparentes, rematadas con un pulimento brillante que envuelve los colores, ya velándolos, ya realzándolos. Los resultados devienen en formas indefinibles, sin contornos -con supresión de límites-, en una suerte de evanescentes y lechosas reverberaciones cromáticas. Estamos tanto frente al maridaje de la luz y el color, como frente a las formas sin forma, es decir, aquello que parece y no parece. Todo lo cual se nos figura como si ello fuera visto desde detrás de un borroso vidrio. De ahí la indefinición de las formas.

Hay dos artistas que vienen al recuerdo. Uno, Gerhard Richter, y su filosófica defensa del color como entidad única y autónoma del cuadro. Estas son las reflexiones de Richter: "Acostumbrados a reconocer en los cuadros algo real, es normal que nos neguemos a ver el color (en toda su diversidad) como lo único que se representa y, en lugar de ello, admitimos la posibilidad de ver aquello que no se puede representar, aquello que nunca antes fue visto y que no es visible". Dos, Mark Rothko, y la conseguida fluidez de los contornos de sus obras, al otorgar a cada masa una particular calidad de expansión; al tiempo que esas masas nunca pesaban, sino que parecían como si flotaran en el espacio.

No obstante, es al propio Irazabal a quien le cumple constatar si los dos memorados artistas son o no son esquinas obligadas por donde ha pasado su labor creativa. Me restan un par de consideraciones. La primera hace referencia al peligro que corre el artista alavés -u otro cualquiera-, en caso de basar la valía de su arte en el grado de desconocimiento que los demás tienen de la técnica aplicada en sus obras. Puede ocurrir que tenga interés el procedimiento, no así tanto los resultados. La segunda consiste en la perentoriedad de dejar a un lado ese toque de luz en forma blanca impostado en cada cuadro, donde las pinturas están organizadas en derredor del color blanco. Por un lado, debe convencerse de que ese toque de luz es un recurso fácil, al tiempo de creer firmemente en el valor de la luz que emana de los colores por sí mismos, sin el estribillo obligado de los blancos. La luz de los colores consiguen cuanto quieren, y más, sin esa propuesta del blanco introducida en cada cuadro. El arte es una probatura permanente.

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