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Columna
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La memoria fingida

EUGENIO SUÁREZ

La realidad sobrepasa la ficción, es una buena frase comparativa que, a veces, resulta oportuna. Lo perverso reside en que la ficción, no solo esté por debajo de la realidad, sino que se parezca a ella tanto como un huevo a una castaña. Un familiar me ha hablado, con disgusto, de cierto serial televisivo que se emite por el canal Uno, a primera hora de la tarde. Otro petardo más sobre el pasado reciente, bajo el poético título de El amor en tiempos revueltos que pretende ser espejo de la España en la época inmediata a la guerra civil, con Madrid como escenario. Cualquiera está dispuesto a transigir con inexactitudes en relatos de otras edades, pero parece que los guionistas prefieren inventarse usos y costumbres que, todavía, mucha gente ha conocido y vivido, y sustituyen, no sólo una manera de pensar -difícil empeño- sino una forma de vivir cotidiana. Se echa de menos la honestidad de escritores como Balzac, Flaubert o Pérez Galdós, sin ir más lejos, en la descripción del modo de vida de las generaciones precedentes. Consultaban horarios de diligencias, menús de casas de comidas, disposición de los hogares pretéritos para escribir una novela, encajada en determinado espacio histórico. Hasta los olvidados y prolíficos autores de novelas por entregas, Ortega y Frías, Fernández y González, se esmeraban en la descripción del mundo de la capa, la espada y el honor, nociones que empezaron a perderse a principios del siglo XX.

El lector -como ahora el televidente- quiere entrar en el mundo que se le describe y espera que los datos sean ciertos. Pues, bien, de lo poco que he visto en nuestras televisiones, parece como si los avatares de esa época hayan ocurrido en países remotos y en edades indefinidas. La trama parece plagiada, en la parte argumental, de un culebrón latinoamericano, con la diferencia de que ésos están sumamente cuidados en los detalles, los personajes, la interpretación y el entorno. Este de que hablamos parece un panfleto revuelto, plagado de inexactitudes tanto más deleznables cuanto fáciles de haber corregido. Hay una casa, aparentemente señorial, donde vive una señora gorda y rubia de frasco, producto subsidiario de un pasado familiar aristocrático, que vive con su hijo. Para regocijo convulsivo de los espectadores, llama de usted, con sumo desdén, a la progenitora, cuando ese tratamiento, ya estaba confinado en la campiña. Como referencia, un fox-trot de la época: "Si vas a París, papá / cuidado con los apaches...". En la casa, a cualquier hora, una doncella, con delantal y cofia, aceptables hasta los años cincuenta. Pero interviene un personaje insólito y desencajado: la portera, mujer siempre vestida de oscuro, con aire de enferma crónica del estómago, puede que por exigencias del guión, papel desempeñado por la eximia actriz Pilar Bardem que, quizá con un bigote postizo hubiera encajado mejor, porque, en aquel Madrid, una casa de la media-alta burguesía tenía portero, no portera y eso por causas gremiales o de hábitos de antiguo. Otro capítulo se refiere a los desfiles de la Victoria, cuyo regusto no ha desaparecido; un personaje manifiesta que no va a pisar la calle, "el Paseo de la Castellana o no sé qué del Generalísimo", cuando jamás se llamó así y fue conservado el nombre tradicional. Hay decorados que parecen corresponder a representaciones cutres de Agua, azucarillos y aguardiente. No hace falta leer los títulos de crédito para deducir que está hecho por catalanes que no han abusado del Puente Aéreo.

Según el relato, el hijo de la señorona está enamorado de la hija de la portera, hipótesis perfectamente asumible, con la rencorosa oposición de la madre de la muchacha. Interviene otro pariente joven, un falangista vestido permanentemente de uniforme, con la boina colorada metida en una hombrera, que fue complemento muy fugaz. No sigo la peripecia pero me parece, por las pintas que, aparte del clásico chico-quiere-a-chica, la ambientación tiene poco que ver con el género de existencia que se llevaba en aquél Madrid.

Que fueran tiempos excepcionales y duros no autorizan -creo yo- a la sistemática mistificación de lo que hemos conocido buena parte de los supervivientes. Lo peor de este tipo de experimentos es que arremeten, innecesariamente, contra la verdad objetiva y falsean el propósito de ilustrar a quienes no vivieron aquellos tiempos. ¡Qué trabajo cuesta vestir con ropajes idóneos a la ficción, todo lo libre que se quiera!

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