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Columna
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Fantasmas

A los ritos y costumbres que se conforman de generación en generación a través de los tiempos les solemos llamar tradiciones. Cada pueblo o colectividad tiene las propias, por lo general consideradas como señas de identidad con las que se identifica, y que diferencian a esa colectividad de las demás. El pueblo que estima y conserva sus tradiciones no estuvo nunca mal visto. Un sano y moderado afecto hacia lo propio es tan loable como el respeto a la diversidad de tradiciones y costumbres de otros grupos humanos. Lo peor, también como de costumbre, son los excesos: lanzar una cabra desde lo alto del campanario, mutilar los órganos sexuales de las mujeres o cualquier extravagancia de esa índole, merecen otra valoración. Como otros pueblos hispanos o de católica tradición, centenares de valencianos acuden estos días a los cementerios para recordar a deudos y amigos, o reflexionar sobre la muda sombra de la muerte. Es una seria y linda tradición que no se pierde a pesar de los puentes laborales. Aunque en el País Valenciano lo propio, y asumido como tal, es la tradición festiva. Aquí hasta el más integrado -o masificado en la ciudad- tiene su pueblo y sus fiestas, aunque sean las fiestas y el pueblo del que emigraron sus padres. Tampoco está mal, como no lo está la recuperación de la dulzaina, casi olvidada hace cuatro décadas y hoy una realidad en cualquiera de nuestras celebraciones. Podemos ser conservadores si, como escribió en su juventud Antonio Machado, lo que tenemos que conservar no es la sarna.

La sarna, que es una enfermedad contagiosa y produce picazón, está representada entre nosotros de dos formas diferentes. La primera de ellas se refiere a lo que se ha denominado "tradición empaquetada", la que está a medio tiro entre las ventas de los grandes almacenes o los locales de ocio, y la costumbre ajena sin identidad y despersonalizada. Los fantasmas, las brujas, las calabazas, las máscaras, los esqueletos, las leyendas o películas de terror y los gatos muertos del Halloween americano y americanizante, casan poco con nuestras tradiciones y ritos festivos ancestrales. Aquí no tenemos por qué abrir las ventanas la vigilia de Todos los Santos para que los muertos entren fantasmagóricamente en el mundo de los vivos; ni tenemos por qué disfrazarnos de Juanito el de la calabaza para ahuyentar los malos espíritus. Aquí se vaciaron e iluminaron las sandías que hicieron, y residualmente todavía hacen, la delicia y las canciones de la tropa infantil valenciana en la cálida noche veraniega.

Pero la sarna, la que irrita la piel, se nos presenta a los valencianos con otro aspecto, con otra tradición menos festiva que el Halloween, aunque más preocupante. Brujas, fantasmas, máscaras, esqueletos y gatos muertos, sin nada que ver con la fiesta anglosajona de origen céltico, aparecen periódicamente en nuestra vida pública en forma de defensa de la idiosincrasia y la señas de identidad tradicionales del pueblo valenciano. Aprovechan para su fiesta cualquier motivo trivial, que normalmente pasaría desapercibido para la inmensa mayoría de valencianos, en el fútbol o donde no es el fútbol. Cuando no hay tal motivo, se disfrazan y lo inventan y mezclan la calabaza con la coca-cola, y el hipotético miedo con el bigote de un independentista del norte, y la fantasía con el misterio de cómo se sufragan algunos grupos minoritarios anti-todo de aquí, tan minoritarios como los independentista del norte. Un carnaval sin cuaresma en un país que pierde sus tradiciones, excepto la música de la dulzaina.

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