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Análisis:A pie de obra | TEATRO
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Pinter, you're the one!

Marcos Ordóñez

Esta semana he visto tres espectáculos estupendos -Salamandra, la nueva obra de Benet i Jornet; La estupidez, de Rafael Spregelburd, y Casa y Jardín, de Alan Ayckbourn- pero tiempo habrá de hablar de ellos: no le dan el Nobel a un dramaturgo todos los días, y menos a un dramaturgo del calibre de Harold Pinter, el gran patrón, a mi juicio, de la escena contemporánea. Pinter es un duro, un duro de Hackney. Ha sobrevivido a todas las modas y a todas las etiquetas del mismo modo que sobrevivió a los ataques racistas de las bandas antijudías de su barrio de infancia, y al tribunal militar que le condenó por objetor en los durísimos años cincuenta, y a los críticos que le perdonaban la vida a cada estreno, y a los fachas que cada año le acusan de "izquierdista trasnochado". Pinter ha llegado a los 75 imponiendo su ley, como autor y como escritor "comprometido", esa palabra tan desacreditada (por los fachas, naturalmente). Hace poco volví a ver, en DVD, el mítico montaje original de The Homecoming, su primera obra maestra, dirigido por Peter Hall, con un jovencísimo Ian Holm y con la magnética y turbadora Vivien Merchant, la primera esposa de Pinter, a la que conoció cuando ambos eran actores en compañías de repertorio: la obra sigue siendo una bestia parda, indomesticable; sigue exhalando el mismo aroma de peligro, de escritura libre y salvaje, que cuando se estrenó. Conviene añadir, por cierto, que aquí nos la trajo un señor tan "oficialmente" de derechas como el gran Luis Escobar, que no sólo desafió a la censura sino que además se la jugó, yendo a contracorriente de los gustos del público, y gastándose sus cuartos como empresario del Eslava. Y repitió la jugada con Old Times. Ya no quedan empresarios y hombres de teatro como Escobar, pero felizmente Pinter sigue ahí, invicto, tan feroz e indomesticable como su obra. Pinter es el padre de Mamet, y de Labute, y de toda la generación de los In-Yer-Face, los "nuevos airados" británicos, desde Martin McDonagh a Mark Ravenhill pasando por la suicida Sarah Kane, a quien defendió cuando todo el mundo se rasgaba las vestiduras por Blasted, y su influencia es indiscutible en algunos de nuestros mejores autores, con Benet i Jornet y Lluisa Cunillé a la cabeza. Pero, por encima de todo (y a diferencia de sus compañeros de generación, Osborne y compañía), Pinter sigue siendo un autor al que se representa año tras año: en la última década yo he visto en Londres una o dos piezas suyas cada temporada, estrenos y reposiciones, algunas dirigidas y protagonizadas por él (doble gozada: también es formidable en esos terrenos) y siempre a teatro lleno, lo que desmiente otro eterno y estúpido cliché (lo leí ayer, en un periódico de Barcelona), el de "autor minoritario", de cenáculo o catacumba, es decir, "autor difícil". ¿Pinter, difícil? ¡Si es pasión, pasión teatral pura! Nunca he escuchado tantas carcajadas (y tantos silencios cargados de amenaza) como en No Man's Land, ni he visto tantas lágrimas como en el despertar de Penelope Wilton en A Kind of Alaska. No, Pinter no es "simbólico". Ni "absurdo". No necesita dramaturgias ni escenografías que "expliquen el concepto". No es realista ni surrealista sino super-realista: su teatro es un concentrado extremo de realidad. Que incluye, naturalmente, los sueños, y los deseos secretos, y las realidades paralelas, y todo lo que no se dice, y lo que se dice para no decir lo que quiere decirse. Y el dolor, y el humor, un humor que suele ser lírico y feroz al mismo tiempo. El humor de Pinter es esencialmente inglés, genuino deadpan, el estilo de tantos cómicos formados en el vaudeville británico que, sin mover un músculo más allá de los imprescindibles, dejan caer sus frases como gotas de té en mitad de un incendio, no punch lines (frases relámpago, graciosas en sí mismas) sino drop lines, frases humorísticas por la manera y el contexto en que se colocan. ¿Pinter, difícil? Lo que es difícil es abordar sus textos con naturalidad y desde el estómago: demasiadas veces el "desciframiento" intelectual (trabajoso, y casi siempre artificioso) pasa por encima de la intuición humana, base eterna de la frescura escénica. Su escritura tiene una poderosísima retórica alucinatoria pero es sumamente precisa, concreta, con una atención extrema a los ritmos verbales como expresión de los estados del alma, lo que él llama "segundo silencio": un flujo de palabras con el que se intenta cubrir la pena, la distancia, la sequedad del corazón. Como Bergman, igualmente acusado de "difícil y plomizo", Pinter es un vitalista radical que asume la penumbra, envolviendo las voces y las percepciones, pero no deja de liarse a puñetazos con la sombra para arrancarle cuantos velos pueda, para hacer trizas todas sus máscaras. También como Bergman, sobre Pinter han llovido los calificativos de amargo, frío y distante. Yo le recuerdo en la sala Beckett, en el otoño de 1998, cruzando la platea para subir al escenario, entusiasmado, y aplaudir a los intérpretes de Un ligero malestar dirigido por Xavier Albertí, y bebiendo luego como un cosaco, y cantando blues con su oscuro vozarrón de barítono, y tirándole los tejos a Lina Lambert, la protagonista. Llego al final del artículo y hago recuento: antes hablaba de No Man's Land, su cumbre absoluta, y juraría que no se ha estrenado en nuestro país, como tampoco se ha estrenado Moonlight, la otra cima de su última época, y ambas ausencias son un escándalo. La próxima temporada Gerardo Vera estrenará Celebration, su más reciente comedia, programada desde mucho antes de que le dieran el Nobel, pero se imponen unas cuantas reposiciones. Albertí y Carme Portaceli arrasaron en Barcelona con sus montajes de Betrayal y Old Times, y Mario Gas lleva años diciendo que quiere montar The Homecoming: ésta es su ocasión. Y también, por cierto, hace siglos que no vemos The Caretaker o The Birthday Party. No basta con reeditarle: sus obras se escribieron para la escena.

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