Romance de presas
Por cada mujer, en las comedias del ciclo de Lope de Vega aparecen cuatro hombres, por término medio. En las de Moliére, sesenta años después, la proporción es de una a tres. De una a dos, en las de Chéjov. En el teatro actual, ellas siguen teniendo menos papeles que ellos. El público es mayoritariamente femenino, pero las obras reflejan un universo masculino. Paradójicamente, hay muchas más actrices que actores. Y más alumnas, en cualquier escuela de dramático. En España es así desde siempre: leo cómo un director del Conservatorio se lamentaba al respecto, hace un siglo. Presas es una obra escrita recientemente por Ignacio del Moral y Verónica Fernández para catorce actrices y cinco actores del taller de 4º de la Real Escuela Superior de Arte Dramático de Madrid (RESAD), que no encontraban comedia para tanta mujer. Los autores les prepararon una función a la medida, redactada sobre la marcha. "Yo dialogaba una escena, se la remitía a Verónica para que la revisara, y revisaba la que ella me enviaba a través del messenger", explica Del Moral (San Sebastián, 1957). "Los intérpretes las ensayaron sin conocer la escena siguiente, como en las teleseries". Presas retrata la vida en una cárcel de mujeres en la España de los años cincuenta, "pero la acción podría suceder con algún retoque en la Argentina de Videla, o en Marruecos a fecha de hoy". Se estrenó en mayo en la RESAD, tuvo un eco impensable en una producción con actores noveles, y fue trasvasada a la sala Triángulo, donde continuó con éxito hasta mediado el verano. Vuelve del 3 de noviembre hasta el 10 de diciembre.
Cuando el público entra en
la Triángulo, las actrices ya están en escena, de espaldas, uniformadas, interpretando Cantemos al amor de los amores. Salvo una, que tiembla, sentada sobre un cubo. Es Violette, la nueva. Dos monjas tiran de la manta con que se cubre y la dejan completamente desnuda, tiritando, mientras la fumigan como a un árbol frutal. Acaba de ingresar en prisión, acusada de atracar una joyería a mano armada. En un sillón, ante un retrato de Franco sostenido en el aire por las propias actrices, está don Mauro, director del penal. Su mujer le ha dejado porque no soporta el frío y la sequedad de la España interior. Con pinceladas rápidas, los autores van dibujando a los personajes de este drama coral, inspirado en testimonios: la militante comunista, la de la CNT, la prostituta joven, una gitana con las manos muy largas, una chica que mató al padre violador, una mujer embarazada de su amante... Enfrente, el personal del penal: la monja que siente con las reclusas y la que no abre la boca sin ofenderlas, el párroco que defendió su iglesia a tiros durante la Guerra Civil, una madre superiora poeta y atea, un médico preocupado porque no hay leche, y apenas calefacción, ni mantas.
El trabajo de los intérpretes es intenso. Ernesto Caballero, director del montaje, le imprime distancia brechtiana: con cuatro cubos y unos somieres viejos, que sirven de lecho y de barrotes, crea un universo cerrado. Entre los mejores momentos, figura el debate de la presa roja con la madre Concepción de María, en la celda de castigo, con la escena a oscuras y el público iluminado. Y el suicidio, sorpresivo, de Charito, la prostituta, recibida en la otra orilla por el fantasma de una reclusa, y por don Mauro, que también se ha quitado la vida. Los tres entran en un espacio paralelo colocándose una nariz de clown, como se la pone Mercucio al ser asesinado por Teobaldo, en el Romeo y Julieta del grupo brasileño Galpâo.
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