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Tribuna:DEBATES DE SALUD PÚBLICA
Tribuna
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Riesgo y alarma

Inquietud y temor predominan en buena parte de la población de los países ricos frente a la amenaza de una próxima y quizá devastadora pandemia de gripe. Preocupación que se traslada a los sanitarios, a su vez bastante desconcertados ante las manifestaciones de las autoridades, las valoraciones de los expertos y la persistente reverberación del eco en los medios de comunicación. Periódicamente los virus gripales experimentan mutaciones mayores, que desencadenan grandes epidemias, y como la última ocurrió hace 35 años, es verosímil que una variación ya existente acabe originando la primera pandemia gripal del siglo XXI.

En 1961 se detectó por primera vez en golondrinas marinas en Sudáfrica una nueva cepa de virus de gripe aviar A(H5N1), y desde entonces millones de aves, silvestres y de corral, han muerto por la enfermedad o sacrificadas. En 1997 en Hong Kong se contagiaron 18 personas en contacto con pollos. En los últimos veinte meses se han confirmado 117 afectados, siempre en países asiáticos, la mitad de los cuales ha fallecido. No se ha podido demostrar transmisión interpersonal, aunque podría haberse producido si bien con escasa difusión. Otros virus gripales detectados en aves han afectado también a humanos, el A(H7N7) que infectó a 84 personas y causó un fallecimiento y el A(H9N2) con aún menos casos.

La cepa de gripe aviar fue detectada por primera vez en 1961 en golondrinas marinas en Suráfrica y desde entonces han muerto millones de aves
La razonable alerta se ha convertidoen una alarma que fomenta la adopción de medidas espectaculares no siempre efectivas

Verosímil no significa cierto ni tampoco inexorable. Tras la tristemente famosa gripe de 1918, causada por un virus A(H1N1) que ocasionó millones de fallecimientos, la siguiente pandemia, debida al virus A(H2N2), se produjo entre 1957 y 1958, 40 años más tarde. Sólo 10 años después tuvo lugar la última de las del siglo pasado, causada por un virus A(H3N2) que, con variantes menores, sigue originando la mayoría de las epidemias invernales. No son, pues, ciclos regulares.

Las infecciones humanas provocadas por el virus A(H5N1) son graves, con una letalidad global del 50%, si bien varía bastante entre los pequeños brotes notificados. No es una buena noticia pero está por ver si la virulencia persistiría en la futura pandemia. Para ello el virus que infecta a las aves debería recombinarse con un virus gripal humano, pasando o no por algún huésped intermedio como el cerdo. La coincidencia entre la facilidad de propagarse y la capacidad de matar rápidamente no acostumbran a coincidir. Además, el impacto negativo de las tres pandemias ha ido disminuyendo sucesivamente.

Los hechos nos indican que hay riesgo aunque nadie sepa ni cuándo, ni cómo, ni dónde se iniciaría, en su caso, la nueva pandemia. Y tampoco sabemos el daño que provocará. La elevada incertidumbre permite un gran abanico de conjeturas fundamentadas que nos llevan a hipótesis dispares, de modo que es prudente ponerse en lo peor: que más pronto que tarde dará comienzo la nueva pandemia y que será grave. Cómo a las vírgenes de la parábola es mejor que la llegada nos coja preparados. Es el escenario previsto por la OMS y asumido por muchos responsables sanitarios que, en consecuencia, se enfrentan al dilema de acertar con la decisión más adecuada. ¿Qué es razonable hacer, pues?

Desde la última pandemia, la intervención preventiva habitual es la vacunación. La de esta temporada ya ha empezado. La composición antigénica de la vacuna se adapta a los virus de la gripe humana circulantes. No obstante, la vacunación actual es improbable que proporcione protección alguna frente a un nuevo virus. Aunque sea sintomático que muchos sanitarios hayan abandonado su habitual reticencia a vacunarse.

Para conseguir una vacuna eficaz es necesario disponer del virus contra el que prevenirnos, por lo que es imposible tenerla lista antes que se produzcan -si se producen- los primeros casos. De forma que las primeras víctimas no se podrán beneficiar, pero cuanto más acortemos el periodo de producción, más protección podremos conseguir. Luego, resulta prioritaria la investigación aplicada que nos proporcione cuanto antes la vacuna y, sobre todo, procedimientos más ágiles de distribución y administración.

Quedan otras dos opciones activas, que aun no siendo incompatibles teóricamente, en la práctica compiten entre sí. La primera es de carácter global y parece más solidaria: intensificar el control de los focos de gripe aviar donde se produzcan, de forma que se reduzca la exposición a humanos susceptibles. Control que tuvo éxito en 1997, pero no ahora, un fracaso que puede atribuirse a las peculiaridades de los países afectados -la proximidad entre las aves de corral y las personas, las manipulaciones poco higiénicas, etcétera-, a una insuficiencia de los recursos dedicados o a ambas.

La lógica del planteamiento, reivindicada hace unos días en este diario por el director general de la FAO, es que si se generaliza la difusión por contacto entre las personas, impedir la propagación -en ausencia de vacuna eficaz- será una empresa colosal y tal vez imposible. De ahí que antes de abandonar la prevención y el control intenso de los focos, debiéramos estar bien seguros de haberlo intentado en serio, lo que comporta dedicar más esfuerzos y recursos, que difícilmente serán proporcionados por los países desarrollados, que han optado por el acopio de fármacos.

Tratar o prevenir la gripe con medicamentos es otra posibilidad teórica. Podría ser útil para los pacientes y para la comunidad. Primero, reduciendo la gravedad, y segundo, acortando su duración. Como los pacientes son contagiosos desde poco antes que aparezcan los primeros síntomas hasta la remisión, cuanto más breve sea el periodo de enfermedad, menor será la capacidad de transmitirla. Una reducción mayor cuanto más precoz sea el tratamiento. Algo más fácil de proponer que de conseguir. Disponemos de dos familias de medicamentos potencialmente activos frente a los virus de la gripe. Las adamantinas, cuyas limitaciones -toxicidad y resistencias- las descartan como primera opción y, desde 1997, los nuevos inhibidores de la neuraminidasa, más versátiles, si bien no sabemos su eficacia frente al virus A(H5N1). Claro que este virus no desencadenará la pandemia a menos que se recombine. Desconocemos también la efectividad de estos medicamentos en la prevención de epidemias, hasta ahora basada en la vacunación. Finalmente, su efecto terapéutico es limitado.

Para limitar así una epidemia en curso debemos tener idea de cuánta gente hay que tratar y durante cuánto tiempo. Las personas que no se infectan tampoco contagian, de modo que se interrumpe la diseminación del virus. Es lo que se denomina inmunidad de grupo. Pero carecemos de estimaciones que nos den una orientación fiable. También es clave la caducidad de los fármacos porque si se retrasara el inicio de la epidemia más allá de la fecha de caducidad, la inversión resultaría superflua.

A tantas imprecisiones hay que añadir, pues, el gasto, en términos económicos y organizativos -de accesibilidad y disponibilidad-, para valorar la racionalidad de la inversión y, sobre todo, determinar la relación del coste y la oportunidad de asumirlo frente a otras alternativas, como, por ejemplo, ayudar al control de las epidemias de gripe aviar en origen.

La OMS, alentada por los resultados frente al síndrome agudo respiratorio grave, ha decidido advertir clamorosamente del peligro, tal vez con la intención de ganar notoriedad y aumentar su autoridad, forzando a los Gobiernos más reticentes para que se preparen a afrontar una probable epidemia de trágica evolución. Pero la razonable alerta se ha convertido en alarma, que fomenta la adopción de medidas espectaculares no siempre efectivas. Frente a la desidia con la que algunos gobernantes se toman los problemas de salud pública, la actitud de la OMS es comprensible. Pero también le toca limitar al máximo los efectos indeseables que provoca la alarma en la población, paradójicamente de las sociedades más informadas y que disponen de los mejores servicios sanitarios, ya que es un excelente caldo de cultivo para decisiones que a menudo se pueden adoptar como coartada frente a eventuales críticas y, en definitiva, un río revuelto donde algunos se aprestan a pescar.

Pedir que se evite la alarma es, desde luego, mucho más fácil que impedirla. Lo que tampoco se consigue con rotundas declaraciones que niegan el riesgo inminente -que es cierto, al menos en sentido literal- y que proclaman que si se presentara, estamos preparados para afrontarlo -lo que nadie sabe- ya que la credibilidad es una virtud que hay que ganarse, sobre todo si en alguna otra ocasión se ha perdido.

Andreu Segura es profesor de Salud Pública de la Universidad de Barcelona. asegura@ies.scs.es

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