Bodegón
Mientras España en el siglo XVII conquistaba medio mundo y sus naves iban cargadas de oro por mares nunca antes navegados, aquí en el solar patrio los artistas pintaban bodegones con cardos, nabos y miserables sardinas, con mendrugos y algunas nueces esparcidas sobre un paño de estameña. En las colonias había toda clase de frutas tropicales, de lujuriosas pulpas; en cambio, aquí los grandes banquetes se remataban con pan de higo y con unos membrillos que no se habían movido desde los tiempos de Abraham. En los bodegones, a veces, sobre un fondo oscuro solía aparecer también una perdiz ensangrentada como lujo supremo. En aquel tiempo nuestros hidalgos tenían la cabeza poseída por la gloria y el estómago lleno de telarañas; el terciopelo raído cubría sus sueños de grandeza y en los arcones guardaban los títulos nobiliarios junto a un pedazo de tocino. Pese a tanta miseria, no hay nada más elegante que uno de aquellos bodegones de Juan van der Hamen, que ahora se exponen en unas salas del Palacio Real. A Sánchez Cotán también le bastaba con pintar un cardo para expresar toda la profundidad de la materia, que no podía separarse de la filosofía de la vida, y Zurbarán consiguió sacar a la superficie el alma del Siglo de Oro con cuatro limones sobre un frutero. Visitar la exposición de Van der Hamen resulta un ejercicio muy ascético. En medio de tantos mármoles, salones, alfombras, lámparas y cortinajes del Palacio Real el espectador se enfrenta, de pronto, a un pan de higo, a un nabo y a un arenque. Uno piensa: el esplendor desmedido de este palacio, levantado ya en plena decadencia, no se correspondía con el poder efectivo de España en el mundo; en cambio, la conquista de América, con todos los actos de heroísmo y brutalidad deslumbrada, fue realizada por unos seres alimentados con pucheros revenidos cuyos hortalizas miserables fueron pintadas previamente por Van der Hamen, por Sánchez Cotán y por Zurbarán. Después de visitar la exposición de bodegones me senté en la terraza de un café de la plaza de Oriente y frente a la regia fachada pensé: puede que ese Palacio Real sea falso, pero, sin duda, los cardos y los nabos de Van der Hamen son auténticos, porque en ellos se sustancia todo nuestro Siglo de Oro. Al potaje de esas hortalizas sabe el teatro de Calderón, la mala uva de Quevedo y la resinada sabiduría de Cervantes; en cambio, cuando llegaron a este palacio los bodegones flamencos llenos de copas de oro, ese oro había sido nuestro y España ya no era nada.
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