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FUERA DE CASA
Columna
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Amor a la vida, desdén a la vida

Estamos orteguianos. Ortega nunca estuvo enterrado, nunca silencioso, aunque en algunos momentos tuviera que estar callado. Su resurrección, cincuenta años después, nos lo acerca con más vigor. Era un castellano, un madrileño, atípico, siempre más cerca del amor a la vida que del desdén. Lo castellano, decía, es un desdén rodeado de voluptuosidades. "Castilla, recluida en su desierto, toma el aire de un enjuto San Antonio asediado por una periferia de tentaciones".

Volvía yo al desierto manchego, regresaba a la capital en construcción. Volvía de la voluptuosidad, del amor a la vida, del centro de la periferia catalán, de una Barcelona que se parece a un parque temático con diseño, con sus calles tomadas por bebedores de fin de semana, por fiestas callejeras con despedidas de solteros en varios idiomas. Volvía después de haberme divertido, paseado y bebido con un amante de la vida, con Juan Marsé. El escritor del Guinardó se había lanzado, había pronunciado en público y con televisiones su orteguiano "no es esto, no es esto", contra las ficciones de un jurado que confunde la literatura con el maquillaje. Marsé no quería ser jurado de esos juegos. No quería jugar más y se convirtió en conjurado. A su anunciada conjura solitaria se sumaron otras dos suaves, matizadas, elegantes y más simuladoras conjuradas, Rosa Regás y Carmen Posadas. Ellas tampoco estaban por la ficción del premio. Tampoco estaban por premiar las sentimentalidades romanas de María de la Pau Janer, pero no son chicas de barrio, no son pijasaparte, y su desacuerdo se escuchó en sordina.

El cante lo dio Marsé, y ellas se limitaron a cantar suavemente su desacuerdo como si fueran chicas del coro. Su futuro en el jurado del Premio Planeta está en situación de interinidad. La solución, como la respuesta de Dylan, está en el viento. Ya veremos por dónde soplan los vientos del otoño caliente de nuestro planeta literario.

Al margen de los premios, lejos del desdén a la vida, en pleno centro madrileño, me tropecé con un pequeño y seductor actor, Gael García Bernal. Mexicano, almodovariano y mirando a Hollywood, paseaba acompañado, abrazado, pegado, casi enganchado a una chica pequeña, delgada, de pelo corto al estilo de un chico de reformatorio y unas grandes gafas que pretendían ocultar su hermoso rostro. Era ella. Era la auténtica y deliciosa estrella, Natalie Portman. Ahora está rodando la goyesca película de Milos Forman, pero no es la primera vez que nos la encontramos por Madrid paseando sus amores humanos con el actor mexicano. Unos paseos que duran ya más de un año. Lo siento por Javier Bardem, lo siento por todos nosotros. Por unos más que otros.

El Madrid del centro nos reservaba otra sorpresa, mala. Uno de los mejores representantes del espíritu castellano, del desdén a la vida, Eduardo Haro Tecglen, que sabía traicionar ese temperamento con todo lo contrario, amor a la vida. Asediado por las tentaciones, sabía caer en ellas. Las propiciaba. Unos días antes de su muerte -de una muerte que no desdeñó los placeres, que comenzó en una calle de muchos pecados, en la calle de la Ballesta y bebiendo un martini- estuve en su compañía en un programa de televisión.

Eduardo tenía que bajar al estudio, tenía que dar la cara ante las cámaras, lo hizo después de halagar a unas cuantas chicas que por allí andaban. Y lo hizo en compañía de una ginebra simulada en un vaso de agua. Me acordé de aquella famosa entrevista de Pívot a Nabokov, el serio y anciano escritor, se pasó toda la entrevista bebiendo en una taza de té. Llenando su taza del contenido de una tetera. Lo que bebía era whisky. Su desdén por la vida no llegaba al punto de desdeñar los placeres.

Como Eduardo, entre el desdén a la vida del castellano que reflexiona. Y el amor a la vida del que sabe dudar de sus propias reflexiones. Amemos la vida, brindemos por Haro. Nos quedamos más solos, menos rojos. Y desdeñamos el desdén.

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