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Columna
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Átenme

Una vez que Gargantúa hubo vencido a Picrócolo y sus huestes, quiso premiar al monje Jean des Entommeures, que tanto le había ayudado en su victoria, y le propuso nombrarle abad de Seuilly o de alguna otra abadía conocida. El monje le respondió que no quería gobernar monjes y le pidió a cambio que le concediera la fundación de una abadía cuya regla monástica fuera la contraria a la de todas las demás abadías. Así nació Thélème, una utopía antimonástica en la que no había monjas ni frailes, sino sólo hombres y mujeres hermosos. Su regla contenía una sola cláusula: haz lo que quieras. Thélème era una abadía, aunque no creo que de haber vivido en nuestros días el intrépido Entommeures la hubiera nombrado de esa forma. ¿Quizá comunidad autónoma, acaso nación? Me reprocharán la facilidad del símil, pero cuesta poco encontrar equivalentes entre lo que nos rodea para los tres votos -de castidad, pobreza y obediencia- que aquel monje se propuso contravenir en su famosa abadía. No les voy a ayudar en esa tarea, y allá busque cada cual el casto, pobre y obediente triduo que ondea bajo nuestras banderas. Sí, queridos y queridas, querides y queridis, ustedes lo saben y, efectivamente, han acertado.

Pero Thélème sigue siendo una utopía y yo nunca he sido muy aficionado a ellas. Vivo en un universo de palabras, soy pura pasta verbal, pero trato de evitar que éstas se me escapen más allá del aliento que la vida pueda otorgarles. Siempre he tenido la impresión de que las utopías, cuando me miraban, sólo veían un RIP seguido de mi nombre, y no me interesa nada a cuya mirada yo no pueda enfrentarle la mía. Ignoro el futuro perfecto y me atengo al presente imperfecto, que es donde se cuece y se regodea todo lo que digo. Habladuría es para mí sinónimo de realidad, de manera que ésta me es más consistente cuanto más y más estimula mi lengua, y si la realidad es una tina, mi palabrería es el agua que contiene. En ella me solazo, sufro y muero, y si trato que sus aguas me sean plácidas para el baño, lo hago desde la premisa de que mi baño no se puede posponer ad calendas grecas. Por lo tanto, nada de nación Thélème, aunque mi problema sea que ese escollo llamado nación esté acabando por impedirme el baño.

En realidad, mi verdadero problema es el del desapego. No me atrevo a asegurar que sean los políticos los que fijan el perímetro de la tina en la que parloteamos, de que la realidad sea ese jacuzzi híspido y seco de burbujas que vuelan. Si es así, yo no consigo entrar en ella, y la veo lejos, tan lejos como se podrá ver mi RIP desde Utopía. ¿Estaré ya en esta última?, ¿seré yo acaso, moi même, sólo yo, Thélème? No lo quisiera, porque yo ansío realidad, y una soledad sin mirilla, aunque sólo sea para escupir de vez en cuando, sólo es capaz de generar una triste jaculatoria. Sí, quiero realidad, así que podrán entender la preocupación que me causa mi desapego. Lejos de los políticos, y lejos también de toda utopía, necesito un pozuelo en el que bracear entre mis verbosidades. Por eso les pido que me aten.

Creanme si les digo que pongo interés y que intento implicarme subiendo y bajando las escaleras de la nación. Sin embargo, debido quizá a que llevo toda mi vida en la tarea, empiezan a dolerme las charnelas y se me enfría el eros que es una barbaridad. Asisto, por ejemplo, a la última intervención estelar de Ibarretxe y no necesito escucharle para saber lo que va a decir. De tanto hablar del Neolítico, le sale siempre el mismo tic fósil, lo que me lleva a pensar que España y Francia debían de existir también por aquella época. Y luego está la maragallada, ese rigodón autocomplacido que quisiera imitar el baile de las abejas y que sólo ha conseguido meternos a todos en una discoteca con ácido lisérgico en el agua del baño.

¿Divertido? Para nada, oigan, que uno no se embarga de esas cosas para que le pongan delante una sesión continua de sardanas. Para eso cualquier domingo, tan aburridos por déficit de realidad y en los que la nación repica en las campanas. Átenme, pues, ya que necesito un resquicio, un campo de golf, una cafetería, un lupanar, en el que poder hablar de Rabelais, de las mujeres hermosas y de los hombres desafortunados. En el que poder crear una realidad que no sea este tostón recurrente. Ya va siendo hora.

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