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Columna
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Estatut

Cuando Javier Arenas convoca a los líderes del PP de Castilla La Mancha y Extremadura a aliarse contra el Estatuto de Cataluña, sin descartar la posibilidad de sacar a la gente a la calle, está en línea con la estrategia de la dirección nacional de su partido. Pero Andalucía no es Madrid, centro de los furores españolistas, que se reciben aquí con más precaución que entusiasmo. Debería contar Arenas con la naturalidad y la seguridad con la que los andaluces son españoles. No necesitan levantar banderas al viento, ni que nadie le caliente los ánimos con lo accesorio. Andalucía ve con preocupación las pretensiones nacionalistas catalanas, asiste algo atónita, como el resto de la España normal, a la manera de producirse los catalanistas, que atacan a los críticos contra su texto estatutario, con un argumentario similar al de los españolistas, lo crean o no, que sublima con una pasión que todo lo confunde, la pertenencia a un territorio. No es pasión lo que necesitamos frente al Estatuto catalán, es seguridad, argumentos prudentes y sin embargo contundentes y bien razonados, sabiendo que no será bueno para nadie que el texto actual tenga posibilidades, pero que tampoco lo será que el texto no acabe siendo aprobado, o aprobado sin el acuerdo de todos.

Hay mucho que corregir, y desde Andalucía estamos cargados de razones para no aceptar algunas pretensiones, por ejemplo la de que Cataluña defina su sistema de financiación de manera bilateral con el Gobierno central. Pero para conseguir que las cosas transcurran por los cauces de lo aceptable y asumible por todos, no sirven posturas frentistas, ni acciones unilaterales. Para conseguir que al final del proceso en el que estamos, el Estado de las autonomías salga fortalecido y ganemos todos, nada será tan importante como intentar aquel sacrificio de todos por el consenso, que supieron hacer en la transición unos partidos responsables y sobre todo con algo que también están obligados a demostrar ahora: visión de futuro. No es la obsesiva inmediata rentabilidad electoral, sino precisamente la capacidad de olvidarse de ella por el bien común, lo que los ciudadanos premian con sus votos, por mucho que le cueste creerlo a los partidos y a quienes azuzan sus instintos más primarios.

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