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VIAJE DE CERCANÍAS
Columna
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Las hijas de un emigrante

Les presento a Pepita y Carmen, oriundas y residentes en los Estados Unidos, donde su padre, Juan Peris Alemany, emigró a comienzos del siglo pasado para no morir de hambre en este su pueblo natal de Orba.

Las dos hablan correctamente español y vinieron a Orba con motivo de la presentación de las memorias de su padre, un hombre al que ya dediqué un artículo hace un año (El tío de América, EL PAÍS, domingo 27 de julio de 2004), pero que merece otro.

"Cuando un hombre muere su recuerdo se va desdibujando, por desgracia. Y lo vas perdiendo. Pero si ese hombre ha escrito su vida, y te la entrega, siempre estará con nosotros, y con nuestros hijos y nuestros nietos. Mírelo aquí, apoyado en el Buick que trajo a España en 1947, cuando no había coches de lujo. ¡Qué aventura! La relata muy bien. Quería venderlo y no podía, estaba desesperado y hasta llegó a hablar con un pariente de Franco, un tal Salgado Araujo, pero no le sirvió de nada porque justo entonces habían sacado una ley que prohibía la importación de automóviles. Y él no lo sabía. Así que después de muchos intentos y gastos no le quedó más remedio que embarcar de nuevo el coche hacia los Estados Unidos. Pero nunca se desanimaba y lo que a otro hubiera hundido a él no. Y eso que iba de fracaso en fracaso porque la verdad es que todos sus negocios fueron la ruina. Lo cuenta en sus memorias y te partes de la risa como cuando nos los contaba de viva voz. Aunque a veces te entran ganas de llorar, te da pena ver todo lo que pasó nuestro padre para sacar una familia adelante. Desde cero. Lo bueno es que tenía mucho sentido del humor. Y eso ayudaba. Toda su vida nos hablaba de Orba, de los vecinos de este pueblo, de sus amigos. También los imitaba muy bien. Por eso cuando vinimos a Orba por primera vez, alrededor de los años cincuenta, ya conocíamos a todo el mundo, incluso su forma de gesticular. También nos hablaba de Oliva, aunque de Oliva era nuestra madre y te hacía ver sus calles y la gente. Nuestro padre era muy observador para lo que acostumbran a ser los aventureros. Claro que en su caso se trataba de un aventurero muy familiar. Y sobre todo muy bondadoso. Primero emigró a Canadá, donde trabajo en la construcción de las vías del ferrocarril, que era un trabajo de los más duros. Luego emigró a los Estados Unidos, pero no estuvo solo en Nueva York sino en muchos otros sitios. Siempre se le ocurrían las ideas bastante originales, o extrañas. Por ejemplo se empeñó en hacer corridas de toros en Nueva York. Buscó toros y picadores en México. Todo estaba a punto pero en el último momento le prohibieron celebrarlas por las presiones de la Sociedad Protectora de Animales, que en los Estados Unidos es muy poderosa. ¿Se imagina una corrida de toros en Nueva York? Cuando esto fracasó se hizo manager de un tío nuestro boxeador. Estaba seguro de que lo convertiría en campeón del mundo, pero no fue así. Ningún negocio le salió bien. Ni siquiera el de dar fianzas a los presos para que pudieran salir de la cárcel, o para no tener que entrar. Sin embargo es el que más tiempo duró. Cuando hizo la mili en España aprovechó un permiso para fugarse. Lo declararon desertor. Y es cuando decidió emigrar a toda prisa, algo que hizo con el pasaporte de un hombre diez años mayor que él. En América el cupo para inmigrantes españoles era el más bajo del mundo: 120 personas al año. No era fácil entrar. Pero como no ponían foto en los pasaportes antiguos, nuestro padre se caló un gorro en la cabeza para parecer mayor. Era muy sereno, tenía aplomo. También trabajó de leñador, de planchador de ropa para hombre, y trabajó en una fábrica de balas y allí le pagaban bien porque era peligroso. Un tiempo hizo de panadero porque de niño le habían enseñado el oficio en Orba, y también dirigió un hotel para inmigrantes en la ciudad de Nueva York. A los inmigrantes les buscaba empleo. Luego puso un casino, con billar y con juego de cartas. Pero como le digo, antes o después todo fracasaba. Así que era preciso que trabajaran los dos, padre y madre. Ella lo hizo durante 40 años como costurera en el taller de Jo Copeland, que era muy famoso. Estaba orgullosa de haber cosido las perlitas en un vestido para Pat Nixon, la esposa del presidente Nixon. Sus manos eran de oro. Así que nuestros padres nos criaron lo mejor que pudieron, nos dieron una educación con lo poco que tenían, y sobre todo nos dieron una infancia muy feliz. Fíjese, de día vivíamos en América y de noche era como si estuviéramos en España, en Orba y en Oliva, porque no había una sola noche sin que nos hablaran de Orba y de Oliva. Lo hacían en español, y muchas veces en valenciano. Y otra cosa le queremos decir: incluso cuando se puso enfermo con mas de 90 años, nos gastaba bromas. Nos hacía reír, y eso que la muerte de nuestra madre le afectó muchísimo. Estaba triste. Pero logramos animarle para que escribiera todas sus experiencias y recuerdos, para que lo hiciera pensando en que ya que no tenía propiedades que dejar a sus nietos, les dejara su vida escrita. Y él lo entendió. Poquito a poco llenaba las cuartillas y se sacaba toda su vida directamente de la memoria y, ya al final, cuando le fallaban las fuerzas nos miraba a los ojos y decía: estic cansat de viure... Pero no le tenía miedo a la muerte. Nunca tuvo miedo a nada, tampoco a la muerte".

Pepita y Carmen se emocionan. Ya no quieren hablar más. Dicen que lea el libro, ellas tienen que sentarse en el centro de una larga mesa en el salón de actos del Ayuntamiento de Orba. Al lado del alcalde y de las personas que han hecho la edición de este manuscrito, todas ellas por amor al arte. Y a la historia.

El salón está lleno. Hay familias enteras que se identifican con esta familia de Juan Peris, pues en todas existieron hombres como Juan Peris, emigrantes que se fueron muy lejos, que trabajaron duro, y unas veces regresaron a su tierra y otras no, porque la muerte les pilló en la otra parte del mundo. Ahora se proyectan imágenes y vemos el buque que llevó a Peris a Canadá, las cuadrillas de trabajadores ferroviarios, las ciudades en las que vivió, un cartel de un comercio neoyorquino, La Valenciana, en el que se vendían barajas, boinas, panderetas y perfumes a precios razonables, y también aparecen antiguas fotos de Orba tomadas en el momento de la partida.

Cuando finaliza el acto y los aplausos arrecian, Pepita y Carmen se abrazan muy sonrientes a las memorias de su padre, al pueblo de su padre. "Porque también es nuestro pueblo", dicen las dos.

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