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VISTO / OÍDO
Columna
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El gen de Dios

Tengo la sensación de que los británicos son los más preocupados ahora en continuar la relación entre ciencia y filosofía. Por lo menos, los más interesados. Hace poco uno de sus sabios populares creó y sostuvo muy bien la idea de que nosotros no somos los dueños de nuestros genes, sino sus transportistas. La disminución de la importancia del hombre, que pasó de ser un dios pequeño dentro del mundo a un simple transportista de genes hacia no sabemos qué, junto con animales y plantas: se derivaría de ahí como suposición que ese tráfico de genes implicaría una evolución de todos hacia Dios, como producto de todos en tantos millones de siglos; cuando llegara a producirse, sería ese ser el primer dios, no se sabe todavía a imagen y semejanza de quién, el que comenzaría la verdadera civilización; la Creación.

Éste de ahora, lord Winston, par del reino que está a perpetuidad en la Cámara de los Comunes, es un científico lleno de honores que ofrece una teoría más lógica en toda esta ignorancia, que es la del gen de Dios. El hombre desarrollado pasaba miedo: sus enemigos animales, y la naturaleza sin domesticar, creaban en él una sensación de pavor: en cualquier momento podía ser devorado y muerto, y la idea de la muerte le dominaba. Fue entonces cuando su evolución creó el gen necesario: uno que le diera la idea de que era inmortal, de que esta vida era un paso para otra, etcétera, etcétera. De ahí se deducen enormes beneficios para este animal tan especial y tan raro que cree en Dios y, más extraordinario aún, que ese Dios le protege. Para fundamentar esa idea está la aparición casi simultánea de que las tres religiones aparentemente iguales, continuamente ligadas entre sí, se produjeran en un solo lugar -Palestina- donde se siguen combatiendo. Un suicida por su fe es alguien movido por el gen de Dios. Este conocimiento, según el sabio (supuesto), debería terminar con todas las ideas del creacionismo y aplaudir el evolucionismo que nos provee hasta en lo que no existe. Lo que aparece como extraño es que para contener al miedo aparecieran terribles teorías de castigo eterno, y frecuentemente en esta misma vida; si se calcularan los miles de millones de muertos causados por la religión podrían ser más que los que han vivido más tranquilos por ella.

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