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Columna
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¿En qué año murió Julio Verne?

Soledad Gallego-Díaz

La peor noticia que ha recibido este país en muchos años es que un 50% de los niños y niñas de entre 11 y 12 años que viven en Madrid son incapaces de realizar el mínimo esfuerzo deductivo que supone responder a la pregunta: "¿En qué año murió Julio Verne si murió hace cien años?". (Resultados de la prueba realizada por la Consejería de Educación de la Comunidad entre alumnos de sexto de primaria). La segunda peor noticia nos la dio el pasado mes de septiembre la OCDE: el 33% de los adolescentes españoles es incapaz de superar el bachillerato, frente a Alemania o Grecia, donde sólo fracasa un 3%; Irlanda, donde lo hace un 8%, o Francia e Italia, con un 18%. Nada extraño si a los 12 años nadie les ha enseñado a pararse ni un segundo a pensar.

Ni un solo político español, del Gobierno, del PSOE, de la Comunidad de Madrid, de la Generalitat de Cataluña, de Extremadura, Aragón o Baleares, de la oposición o de los grandes partidos nacionalistas ha considerado que estos datos merecían proponer un inmediato remedio. Nadie ha solicitado intervenir en el Parlamento (el español o el autonómico) para explicar qué ocurre y por qué, advertir de que ésos son datos realmente peligrosos y comprometerse a reducirlos en un periodo concreto de tiempo, de acuerdo con sus competencias y obligaciones.

Como ha advertido la OCDE, España dedica menos dinero que la media europea a financiar la educación (4.900 euros por año y alumno, frente a 6.100), pero ése no es el único problema, porque Irlanda, Grecia, Hungría o la República Checa dedican algo menos de dinero que nosotros y aun así logran resultados notablemente mejores. Tampoco es un problema de organización territorial: Alemania es federal, y Francia, uno de los países más centralizados de Europa. Dado que no cabe pensar que los niños españoles son más torpes o tontos que la media europea, lo lógico es suponer que la responsabilidad es de los adultos, porque lo planteamos mal, lo organizamos mal, lo copiamos mal, lo discutimos mal y lo hacemos mal, rematadamente mal. Los políticos, porque no son capaces de arrinconar su pelea ideológica y de proponer soluciones. Y los ciudadanos, porque no somos capaces de comprender la trascendencia de ese fracaso y de hacerles ver a los políticos que, sea cual sea su sigla ideológica, si no cumplen su compromiso de mejorar esos resultados en un plazo de tiempo determinado, no merecerán continuar en el poder.

La cohesión de España, la fuerza capaz de mantener unidas cosas dispares, no se mide en tantos por ciento de solidaridad (el límite de la transferencia de ricos a pobres, del que tanto les gusta hablar a los nacionalistas ricos), sino en la capacidad de los sistemas educativo y sanitario para actuar como promotores de la igualdad ciudadana. En Madrid no hay muchos motivos para presumir de cohesión: por muchos esfuerzos que haga la presidenta de la Comunidad para alterar las normas estadísticas, la realidad es que la lista de espera en algunas especialidades médicas alcanza los 245 días. Y que el nivel de conocimientos matemáticos de los niños y niñas es "catastrófico", que la mayoría no tiene ni idea de reglas elementales de cálculo y que un 30% no sabe ni tan siquiera contestar qué es "un velero". Como dicen los responsables del estudio, en un extraño tono exculpatorio, "en muchos casos esos fallos tienen mucho que ver con el hecho de que los chicos-as no se paran a pensar".

Es posible que, en el fondo, ésa sea también la principal causa de muchos fallos en los adultos. Es posible, como asegura la Fundación Newman, de la Universidad de Harvard (www.niemanwatchdog.org), que el problema estribe en que en la mayoría de los países no se pregunta lo que se debe preguntar y que por eso los políticos, medios de comunicación y ciudadanos nos pasamos la vida discutiendo sobre las cosas equivocadas. Por ejemplo, aquí, entre nosotros, sobre cómo dar cabida a los sentimientos y a las definiciones filosóficas en la Constitución y en los Estatutos de autonomía. Es decir, en lo que se suponía que era un debate político ajeno precisamente a las pasiones y próximo, maravillosamente próximo, a la sencilla demanda de eficacia y de verdadera cohesión. Parece que no va a ser posible. Nos exigen, todos, que hablemos de la nación. solg@elpais.es

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