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Columna
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Un jueves cualquiera

Hace pocos meses, un jueves cualquiera, encontré una sombra acurrucada en la escaleras de la casa de mi madre. La sombra se fue enderezando poco a poco, mostrando la figura de un hombre alto, de raza negra, con gorro de lana y abrigo andrajoso, que estaba tiritando. Sus globos oculares desorbitados y el temblor de su barbilla me indujeron a pensar que el intruso sufría alguna enfermedad, o que simplemente estaba muerto de frío. ¿Había llovido el día anterior? Me daba la impresión de que no, aunque, quién sabe.

Recuerdo que, a pesar de sus dos metros de altura y de su súbita aparición entre las sombras, no sentí ningún miedo a ser agredido; por el contrario, me pareció que él estaba mucho más nervioso que yo. Al menos, a esa hora, afuera hacía un tiempo espléndido y llevaba mis gafas de sol. Podría haberlo examinado a conciencia de haberlo querido, pero me pareció de mala educación, así que le di la espalda y llamé al ascensor. Por el rabillo del ojo vi que el inmigrante, o el ciudadano del mundo, como quieran llamarlo, recogía sus cosas y se iba escaleras arriba o escaleras abajo, no lo supe exactamente. Por supuesto, no iba a dar parte de mi encuentro al portero de la casa, aquello era un secreto entre el inesperado ocupante de las escaleras y yo.

Cuando volví al mediodía invitado a comer por mi madre, pensé en el intruso, al que ya había bautizado como "Jueves", por razones obvias. Subí en el ascensor planteándome muy seriamente el viejo cuento de poner un pobre en tu mesa, aunque no fuese navidad, y me dije a mí mismo que no estaría mal invitarle a una comida y a una ducha. Eso podría haber tranquilizado mi mentalidad occidental, pero estaba el problema de mi madre, que podía echarme a gorrazos si metía a Jueves en casa, aunque decidí arriesgarme y hacerle entrar si le encontraba. En el peor de los casos, le prepararía un bocadillo.

Cuando llegué al rellano, no había ni rastro de él. Indagué unos pisos arriba y abajo, pero, decididamente, no andaba por ahí. "Vaya", pensé, "demasiado tarde". En cierto modo, supongo que eso me alivió. Era una responsabilidad menos. Durante la comida, mi madre me dijo que el portero había encontrado un negro en las escaleras, entre orines y heces. Por lo visto, había pasado un par de días allí, escondiéndose quién sabe cómo. "¿Le ha echado?", pregunté. Mi madre respondió: "Le ha indicado muy amablemente que ahí no puede estar". Seguí comiendo en silencio, y supuse que debía sentirme reconfortado por el hecho de que se hubiera tratado bien a Jueves a la hora de indicarle la puerta.

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