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Columna
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Las cosas de comer

Para los que nacimos en la posguerra -la nuestra y la mundial, una sobre otra- había dos cosas serias, "las cosas del querer", tonadilla de las folclóricas que sonaba en aquellas roncas radios de la vecindad, y las cosas de comer, todavía bajo el racionamiento de las cartillas rosas y azules que había que rellenar de sellos cada vez que se iba a la tienda. Por eso, ahora, maduros y con tripita, nos cuesta dejar restos de comida en el plato -"en la casa del pobre más vale explotar que sobre"-, y le damos mucha importancia a la alimentación, porque la mejor parte de nuestra existencia careció de supermercados y ofertas de dos por uno.

Por eso también decimos lo de las cosas de comer cuando hablamos de cosas muy serias, de una cosa que nos recuerda los retortijones que el hambre nos producía. Es la imagen que utilizó el otro día Felipe González cuando, acompañado de Bono, dio una conferencia ante militares en Jaca y llamó la atención sobre las cosas muy serias con las que no se puede jugar. "Una de ellas, sin duda alguna, es la política exterior y de seguridad. La otra, sin duda, es la territorial", dijo. Y respecto a ambas reclamó un esfuerzo de consenso entre el PSOE y el PP.

Ya era hora de que se oyera esto. Sin duda, lo tenía que decir alguien que pasó hambre de democracia y tiene la experiencia del costoso camino de la transición, el que articuló, acuerdo tras acuerdo, el espacio de convivencia más largo que hayamos tenido en nuestra historia. Pero, por eso mismo, conocedor de lo quebradizo que resulta ese espacio cuando el acuerdo desaparece, da consejos. No hay Constitución, por pétrea que sea, capaz de soportar el disenso sobre las cosas de comer.

Me indignaba cuando se le acusaba al PP de estar solo, cuando se le reprochaba su soledad, porque eso significaba que los otros, también, estaban solos ante las cosas importantes. La política exterior no se puede hacer dejando al otro gran partido solo, porque al final todos estamos solos, y mucho menos se puede afrontar en solitario el aluvión de reformas territoriales que se nos viene encima. De hecho, el plan Ibarretxe fue despachado porque no estaban solos ni unos ni otros. Sin embargo, el frentismo que se ha puesto de moda pesa mucho, la nostalgia de los rojos y los azules, y ha tenido que aparecer Felipe González para decir que es necesario que busquen el PSOE y el PP el consenso ante los estatutos. Porque la alternativa, lo de ahora, es el caos.

La primera consecuencia de la falta de consensos en los temas fundamentales es que España no sea una nación. Si nuestras grandes fuerzas políticas no están de acuerdo en los aspectos fundamentales de nuestro espacio político, los periféricos tendrán al menos su oportunidad de convertirse en naciones, aunque sean de opereta. Tienen derecho a buscarse la vida si la nación española no puede ser por falta de consenso, puesto que se la reduce a una enunciación fantasmal, a la inexistente nación de naciones, a la nación de la nada.

Este problema pueda ser achacado a una ley electoral que, a falta de un partido bisagra -y los partidos mayoritarios han hecho todo lo posible para que no surgiera ninguno-, convierte a cualquier formación nacionalista en protagonista de la gobernabilidad. Pero no nos engañemos, la bronca sectaria existente desde hace muchos años entre los dos grandes partidos no ha permito observar la existencia del espacio común donde juegan, el espacio de la nación. Eso explica que desde Euskadi, con una mayoría simple apoyada por los secuaces del terrorismo, Ibarretxe tuviera la osadía de proponer un cambio del modelo político para todos los españoles o que, en el caso catalán, con un político casi unánime, se plantee no sólo reformar su estatuto sino gran parte de la Constitución. Ambos buscando un modelo confederal que acabaría con el sistema de convivencia política que acordamos hace casi cuarenta años.

Hay, por tanto, cosas de comer con las que no se puede jugar y en las que tiene que haber consenso. Luego, no nos quejemos de Ibarretxe ni de Maragall.

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