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Columna
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Autovía al sur

Al atardecer, sólo una gacela se detuvo por un instante y contempló con inquietud cómo aquel autocar se disolvía por el radiador, hasta dejar sobre la pista de arena un charco viscoso, oscuro y humeante. El ingeniero de Rotterdam analizó una muestra y comprobó la resistencia de aquella amalgama de caucho, metales y criaturas sin regreso a ninguna parte, momentos antes de sumergirlas en un baño de asfalto. Hizo un guiño de satisfacción al capitán que mandaba la tropa, y el capitán sonrió, mientras comunicaba telefónicamente a la superioridad que podía enviarle otra remesa de indocumentados. La secreta solución de un poder arbitrario se resolvía así en una espectacular autovía transahariana, donde el tráfico de la inminente inauguración disiparía cualquier estrangulada blasfemia. Durante semanas, se trabajó a conciencia y bajo un sol de justicia. Que se sepa, de cuantos llegaron del anonimato, el látigo y la miseria, solo uno consiguió hablar por un móvil con su novia, poco antes de que lo redujeran a escombros: Me encontrarás, cuando el viento del sur se aloje entre tus sábanas. Y ella le suplicó que no volviera, que si había saltado las fronteras del hambre, de la enfermedad, de la tortura y de la matanza, ya puesto, que saltara también la última frontera de espinos y agua. Pero aquel cuerpo atlético convertido en pavimento, ya no la escuchaba. Meses después, una comitiva de lujosos automóviles oficiales, bien protegidos por la policía motorizada, recorrió cientos de kilómetros a través del desierto, sobre una autovía de despojos humanos y fragmentos de motores diesel. Los delegados y observadores de las organizaciones internacionales no advirtieron autocares sospechosos, ni síntomas de que por aquellos espacios se hubiera violado los derechos humanos. Posiblemente, como sus antepasados que saquearon África y empedraron su corazón, sus minas y sus plantaciones de cadáveres, tampoco advirtieron que, en sus conquistas, se perpetrara ningún abuso, con el exterminio de algunas tribus pertrechadas con lanzas y dignidad. Pero lejos de allí, en Dakar, al atardecer, una joven percibió el viento del sur entre sus sábanas: el beso de su amante olía extrañamente a gasolina.

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