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La perpetua adolescencia

Un verso del Infierno de Dante, "Che fece viltate il gran rifiuto" ("(aquel) que hizo, por cobardía, la gran renuncia") sirvió a Kavafis para titular uno de sus más hermosos y desoladores poemas: "A algunos hombres les llega un día / en que deben el gran Sí o el gran No pronunciar. / Pronto se revela quien tenía / listo el Sí: y al pronunciarlo avanza / en sus convicciones y en su honor. Quien dijo No, no se arrepiente. Si otra vez le preguntaran, / no, diría de nuevo. Y sin embargo, aquel no -legítimo- / le abate el resto de su vida".

El poeta nos venía a recordar que hacernos mayores es saber decidir, también para equivocarse. Porque hay que decidir. Bien lo sabemos. Con los años y las despedidas todos hemos aprendido que la vida se parece muy poco a las discusiones escolares. En el colegio podíamos sentenciar sobre el aborto, la guerra o la eutanasia sin sombra de duda, con la seguridad de que nuestras opiniones no comprometían el curso de nuestros días por venir.

Por supuesto, no tardamos en darnos cuenta de que la vida se parecía poco a la escuela. Sí, iba en serio. Nunca escogíamos el guión y nada resultaba gratis. Las preguntas nos llegaban sin avisar y, desprevenidos, apenas teníamos tiempo para meditar una respuesta que, aunque improvisada, nos precipitaba en biografías irreversibles. Al final, también ahora, sarmentosos de historia acumulada, descubríamos que, a tientas y sin mucho trazo, habíamos sedimentado eso que a veces se da en llamar un carácter. No sin angustia comenzábamos a preguntarnos si no estábamos del lado malo de aquella sutil distinción de Cernuda entre quienes imponen a la vida dirección y sentido y quienes dejan que la vida los viva. A esas alturas, con un poco de suerte, los más afortunados ya empezábamos a saber decir que no, a entender que no todo es siempre posible.

Sin embargo, en algún perdido recodo de nuestro cerebro sobrevive el adolescente improvisador de respuestas. Y lo que es peor, esa área parece estar en conexión directa con otra que tiene que ver con las decisiones acerca de la vida de todos. En nuestro comportamiento político no parece regir el principio de consistencia. Pedimos subvenciones y nos quejamos de los impuestos, defendemos Kioto mientras, en verano, mantenemos nuestras casas a temperaturas polares, nos proclamamos cosmopolitas pero miramos con desconfianza al inmigrante convertido en vecino. Hemos descubierto la posibilidad de ser irresponsables.

Cierto es que a veces la vida nos emplaza. En las sociedades opulentas, cimentadas en la superstición de que el bienestar es inevitable, de que el mañana es como el ayer mejorado, pasa poco. Pero pasa. Por ejemplo, en el País Vasco, quienes creen en la ley que asegura la libertad de todos tienen vetadas las opiniones escolares. Para ellos, mantener una opinión política equivale, inmediatamente, a elegir una vida en la que se renuncia a muchas cosas por no renunciar a la dignidad.

Es la excepción. Lo común es otra cosa. La apatía, el desinterés, la cabeza bajo el ala, la reclamación sin razones. Tan asumido lo tenemos, que hemos diseñado nuestras instituciones políticas para funcionar con material humano de la peor calidad. Lo importante es que, con sus votos, los ciudadanos, mezquinos o ignorantes, puedan identificar "como gobernantes a los hombres de mayor sabiduría y discernimiento y mayor virtud para perseguir el bien común", para decirlo con las palabras de uno de los inspiradores de la democracia americana. A través de las elecciones democráticas, el poder político, escribía Madison, acabaría por recaer en aquellos ciudadanos más excelentes, "que defienden a las gentes contra sus propios errores temporales y fantasías", "cuya sabiduría mejor pueda discernir los verdaderos intereses de la nación y cuyo patriotismo y amor a la justicia tenga menos probabilidades de ser sacrificado por consideraciones temporales de justicia". Los ciudadanos serán criaturas; pero los políticos, ellos sí, adultos.

Al menos eso creían los fundadores de las modernas democracias. Desde entonces para acá hemos podido comprobar que mecanismos electorales razonablemente pulcros y engrasados no impiden la selección de energúmenos, sinvergüenzas o lunáticos. Incluso disponemos de teorías que explican por qué son así las cosas, por qué nuestras elecciones no aseguran el gobierno de los mejores. Y es que con los políticos nos pasa como con los mecánicos, los abogados o los médicos, que no tenemos modo de asegurarnos que no nos dan gato por liebre. Si las cosas funcionan, no sabemos si es mérito suyo o el curso normal de los acontecimientos. Una política antiterrorista eficaz, que evita los atentados antes de que se produzcan, no hay modo de darla a conocer, de distinguirla de una dejadez afortunada. El político deshonesto alardeará de lo que es pura chiripa. Y el honrado no podrá exhibir su buen hacer. Los ciudadanos no se fían de quienes anticipan problemas, de quienes reclaman cambios para evitar las dificultades del porvenir. Los políticos, que lo saben, prefieren callarse: quienes señalan los problemas parece que los crean. Mejor ignorarlos, disimular, ir tirando. Todo antes que encararlos, que hacer propuestas que apunten a la raíz de los problemas, las que molestan a los poderosos, las que se interrogan sobre los tópicos políticos, las que reclaman modificaciones en el comportamiento de los votantes. Mejor marear la perdiz y compartir adolescencia con los ciudadanos.

Bien, hasta aquí la experiencia de todos. Pero me temo que en nuestro país hay un plus de adolescencia política. En algún lugar, Vázquez Montalbán se refería a una generación, la suya, que a los veinte años cumplió cuarenta y tardó otros veinte en cumplir cuarenta y uno. Sabía de qué hablaba. Por circunstancias diversas, relacionadas en su mayoría con los requerimientos psicológicos de la lucha contra la dictadura, esa generación, huérfana de experiencia política, se forjó intelectualmente en una elemental mitología saturada de grandes palabras que nada decían. La experiencia llegó más tarde, pero para entonces muchos ya no estaban a tiempo de aprovecharla. Cuesta apearse de la propia biografía. No sólo eso. La semilla estaba esparcida y germinó entre sus herederos.

Un trasiego de tópicos, de alegre trapicheo con palabras vacías de sentido, de chatarra retórica sin hueso argumental ha acabado por vetar los debates sobre los problemas de los ciudadanos, los de ahora y los que han de llegar. Esa vaguedad no guarda ninguna relación con la inevitable abstracción de los principios, de los ideales. En realidad, lo que se da en llamar ideario político es poco más que un pensamiento inercial sostenido en unas cuantas imprecisas intuiciones forjadas a los veinte años, que jamás se han vuelto a pensar, a mirar con limpieza. Al revés, la mayor parte del tiempo lo han empleado en parchearlo con otros remiendos no menos necesitados de zurcidos. Una vida consagrada a justificar la supuesta lucidez de la adolescencia. Y es que ya se sabe, lo dejó escrito Mallarmé: "Le sens trop précis rature/ ta vague literature". La precisión estropea los símbolos.

Esas disposiciones, cuando afectan a la vida propia, nunca llevan a nada bueno. Y aunque en ocasiones puedan ser divertidas, casi siempre resultan patéticas. En el peor de los casos, conducen a diversos trastornos que, normalmente, sólo pagan a los que tienen la desgracia de pasar por allí. Las cosas por lo común acaban ahí y no causan males mayores. Resulta otro cantar cuando la adolescencia perpetua afecta a la vida de todos. La experiencia del nuevo Estatuto de Cataluña es una muestra ejemplar de cómo jugando, jugando, las clases políticas nos enfilan en veredas con mal destino. Lo que comenzó, sin esperanza ni convencimiento, como un simple farol para romper alianzas políticas, desató un "y yo más que tú" hasta plasmarse en una suerte de carta a los reyes magos, en donde cada cual aspiraba a colgar sus buenos deseos, desde cómo se deben etiquetar los productos hasta la promoción de la natalidad. Después, cuando se mira el resultado final, incluso los protagonistas se espantan. Pero ya no hay retorno: tienen la vida empeñada y se la tienen que creer. Y así, algo que nunca ha interesado a nadie, nos deja, supuestamente, a las puertas del drama. Lo dijo bien temprano Maragall y lo han repetido una y otra vez varios de sus consellers, cada vez con palabras más cargadas. Una clase política encelada en el eco de su voz confunde su biografía con la historia. Lo malo es que está en sus manos la historia, la biografía de todos. Cabe entonces preguntarse si vale todo, si podemos digerir tan alegremente la irresponsabilidad política, esa que se disculpa con un "ya se sabe, maragalladas", como quien dice, "déjalo, son cosas de muchachos".

¿Qué hacer? No puede madurarse a golpes de voluntad. O al menos no de un modo sencillo. Desde luego, no en cosa de días. Entretanto, quizá no sea malo empezar por estrategias más modestas y accesibles. Por ejemplo, desinflar las palabras. Frente a Mallarmé, la dignidad de las palabras sencillas, que decía otro poeta.

Félix Ovejero Lucas es profesor de Ética y Economía de la Universidad de Barcelona.

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