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Columna
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Pedro J. nos visita

Una de las aportaciones más importantes a la sociedad catalana que tenemos que agradecer a Pedro J. Ramírez, es haber conseguido que Joan Clos sea comprensible. Y no sólo eso, sino que, en una noche estelar, auspiciados por las arias que danzaban en las paredes del Liceo, consiguió que los presentes insufláramos la flauta mágica y, cual viaje masónico, gritáramos aquello de "¡una venganza infernal late en mi corazón!". Y así fue. Después de escuchar estoicamente la sonora bronca que Pedro J. nos lanzó, cual guardián del Santo Grial en tierras de infieles, el alcalde tranquilo cogió el micrófono, alzó la voz y se vengó plácidamente. La verdad es que estuvo francamente bien, aunque esta afirmación no sé si la digo convencida o influida por el clima previo que Pedro J. había dejado en la sala. Sea como fuere, los centenares que habíamos escuchado atónitos las imprecaciones de Pedro J. y los rotundos cachetes que nos había propinado en pleno careto, agradecimos esas palabras, esa presencia y hasta ese alcalde. Y lo aplaudimos, todos a una, que por una noche nos sentimos Fuenteovejuna. Para decirlo solemnemente, en ese momento pasional, Joan Clos fue el alcalde de todos. O casi de todos, que algunos del PP sueltos por el Liceo, tan extraterrestres como el propio discurso de Pedro J., se situaron fuera del consenso, pero ello ya es tan habitual que tendría que constar en el nuevo Estatut como seña de identidad catalana.

Noche de Liceo, pues, con Pedro J. cual lancero bengalí hostigando a las huestes catalanas. La excusa era el décimo aniversario de la aparición del periódico El Mundo en Cataluña, y la noche prometía dosis ingentes de croquetas, saludos de rigor y conversaciones aburridas al uso. Pero en la línea de la moda que instauró Mariano Rajoy, y que consiste en coger el puente aéreo, aterrizar en algún notable hangar de la sociedad civil catalana, pegar un broncazo de aúpa y volver como héroe a las Copes nos salve Dios, Pedro J. no se limitó a felicitarnos las navidades. Muy al contrario, convencido de que nos defraudaría si no hablaba del Estatut (¿de dónde habrá sacado el buen hombre tamaña idea?), hizo un mitin encendido en el que cohabitaron con alegría sandunguera los peligros de la secesión catalana, la santa Constitución y sus guardianes patrios, la responsabilidad del periodismo de guerrilla como el suyo para salvar a la desdichada, y un largo etcétera donde lo más bonito que nos dijo es que algún día, en tiempos añejos, habíamos tenido cordura. No describo la cara que nos quedó, y no porque no sepamos lo que va diciendo Pedro J. en las ondas hertzianas mesetarias, sino porque, como hemos ido a escuelas de curas y monjas, aprendimos algo sobre la educación. Y desde luego, querido Pedro J., aquel acto lo fue todo menos educado. Que se monte una fiesta de aniversario, que se convoque a la sociedad civil catalana, que la susodicha vaya un jueves por la noche, medio lloviendo, a saludar al personal, y que todo ello sea la excusa para un rapapolvo nada improvisado, salido de tono y fuera de todo diálogo posible, resulta bastante desagradable. Inapropiado, dirían los finos. Recuerdo que busqué con la mirada a algunos amigos, y ahí estaban las caras como poemas del bueno de Joan Ferran, del pobre Xavier Trias ("pendrem mal", iba diciendo), e incluso un estoico Raimon aguantaba el chaparrón con cara de alucinado. Por negrear, hasta el look blanquísimo de Rosa y Salvador Tous se volvió medio gris. No sé qué debía de pensar la primera fila, con Castells, Mascarell y el alcalde a la cabeza, pero más que de poesía sus caretos eran de epopeya. Y Pedro J., impasible, continuaba machacando la maldad del Estatut, apelando al seny perdido y apuntalando los notables méritos que, una vez retornado a las Copes, tantos elogios le reportaría. En fin, ¡qué noche la de aquel día!

Las conclusiones son bastante simples. Primero, que algunos están literalmente histéricos, tan pasados de rosca que hasta pierden el sentido de la oportunidad. Segundo, que lo que los ha excitado no es el texto estatutario, sino el hecho previo de haberlo pensado, negociado, consensuado y aprobado. Es decir, la voluntad de tenerlo. Tercero, que no hay debate, sino un hondo, espeso y agrio ruido en el que se mezclan, sin solución, los prejuicios, las descalificaciones y los despropósitos. Cuarto, que la España que siempre nos heló el corazón se ha puesto en pie, y está tan motivada que hasta coge el puente aéreo para pegarnos la bronca. Quinto, que tienen la impresión de que con los catalanes pueden atreverse, y tienen razón. Somos gente que aguanta las broncas innecesarias y, sobre todo, inoportunas con educación. El único signo de incomodidad, en la noche aciaga relatada, fue que la mayoría no le aplaudimos... Y sexto, que todo esto va a costar mucho, mucho. Y no porque tengamos un Estatut de imposible negociación, sino porque se ha convertido en la excusa para levantar bajas pasiones con la insana intención de conseguir réditos políticos. Lo peor es que, en el chapapote de esas bajas pasiones, vislumbramos algunos que pensábamos que eran amigos... En fin, y resumiendo, mi madre siempre me repite lo mismo cuando me quejo: "Si no vols pols, no vagis a l'era". Y tiene razón. ¿Qué hacíamos unos chicos como estos en un lugar como ese? Está bastante claro: hicimos el imbécil.

www.pilarrahola.com

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