Después de Columbine
Desde que en 1999 dos adolescentes armados desataran una matanza en el instituto Columbine de Colorado, los intentos de reflexionar acerca de sus causas se han dejado ver en el cine (Bowling for Columbine, de Michael Moore, y Elephant, de Gus van Sant) y también en la literatura. Aunque se trata de una ficción, Proyecto X, del norteamericano Jim Shepard (1956), está claramente inspirada en Columbine; en un diálogo sus protagonistas se declaran incluso seguidores de los dos adolescentes reales. El tono de la novela es parecido al elegido por Van Sant en Elephant: un realismo estricto que huye de cualquier valoración. Ambas obras se limitan a presentar los hechos de sus ficciones como supuestamente fueron. A diferencia, sin embargo, de Van Sant, que desmenuza el día de la tragedia, multiplicando los puntos de vista para resaltar, entre otras cosas, los aspectos colectivos de la violencia, Jim Shepard elige el punto de vista de uno de sus dos adolescentes airados, de nombre Edwin Hanrraty. Es su voz la que nos cuenta la historia, desde unos días antes del suceso, en un desasosegante presente de indicativo que consigue solventar el principal problema con que seguramente se encontró Shepard tras decidir escribirla en primera persona: el hecho de que el final se conozca desde la primera línea. La pregunta desde dónde cuenta Edwin que cualquier lector se haría a lo largo de la lectura con desconfiada suspicacia, de estar narrada la historia en pretérito, queda así inteligentemente desactivada, al tiempo que se introduce un sutil suspense acerca de la suerte final de Edwin: ¿sobrevivirá?
PROYECTO X
Jim Shepard
Traducción de Antonio Fernández Lera
Témpora. Salamanca, 2005
178 páginas. 13,78 euros
Proyecto X no da gato por
liebre. Es lo que se propone ser; las críticas, quien quiera, pueden hacérsele a la intención; de ningún modo a la ejecución, ya que ésta es magnífica. Shepard se maneja como un maestro con el material de que dispone: la voz de un adolescente que se propone abrir fuego indiscriminadamente en su colegio sin saber muy bien por qué. Edwin no se lo pregunta, simplemente narra cómo les van yendo las cosas a él y a su amigo Flake mientras la matanza final, decidida por ellos casi sin hablar, se aproxima. Los elementos que facilitarán el análisis se insinúan sutilmente, sin subrayados; todos los porqués aparecen (la falta de uno concreto no hace otra cosa que encubrir su diversidad), así como ese tremendo vacío, esa vertiginosa estupefacción que surge de constatar, que, por muchos que éstos sean de peso, su suma nunca será suficiente ni siquiera para entender.
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