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Columna
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Aljarafe

Cuando mis padres resolvieron renunciar a los embotellamientos y a ese olor acre a carburo que trae el amanecer sobre la ciudad y nos mudamos todos al Aljarafe, aquello era todavía una especie de edén en bruto, un desorden de olivos y tierra roturada que no presagiaba los días de cemento del futuro. Aquí y allá habían comenzado a crecer las casitas unifamiliares que como hongos acabarían por infectar todo el horizonte, es verdad, pero el cielo aún se contemplaba detrás de las antenas y los niños no tenían que temer la voracidad de los coches al perseguir una pelota. Antes de mi llegada, me relataban mis compañeros de clase, el edén había sido aún más agreste y profundo; desde los bloques de pisos que iniciaron la invasión, allá por los años setenta, se divisaba un país vacío, sólo ocupado por las nubes y los breñales, y la vista podía sobrevolar los campos sin estrellarse en una sola torre de alta tensión o ser estorbada por una grúa. Porque esos fueron los compañeros de mi adolescencia: los grandes dinosaurios de metal que yo contemplaba desde la ventana de mi dormitorio, alzando vigas de hormigón entre los dientes que apilaban hasta construir castillos y fortalezas; los cercados de hierro de los solares que me prohibían llegar al instituto por el camino más corto o acceder al portal a través del que una persona cuyo nombre yo repetía en silencio debía salir a la calle; los groseros carteles en colores que prometían el paraíso en la Tierra, que aseguraban que cualquiera podía acceder al jardín de Yahvé por la puerta grande, con garaje y buhardilla incluidos, por veinte míseros años de hipoteca en cómodos plazos. Y así el edén fue transformándose, oscureciéndose, cambiando la tierra y los olivares por materiales más nuevos y resistentes que las inmobiliarias abandonaban en los baldíos como bombas de relojería, y que al estallar llenaban el paisaje de metal y argamasa. Ahora también yo me despierto con ese crudo olor a carburo que traen los embotellamientos cada amanecer.

Próspero, en la comedia de Shakespeare, aseguró que estamos hechos de la misma materia con que se edifican nuestros sueños. Yo, que vivo también en el Aljarafe sevillano prosiguiendo la tradición familiar, puedo asegurar que las casas en que transcurren mi vida y la de mis convecinos comparten ingredientes con nuestras miserias. Una ya lo intuía oficiosamente, pero enterarse de manera oficial, gracias a los servicios de los señores Gaviño, Del Castillo y algunos otros, de qué esconden los cimientos de nuestros sótanos, me hace lamentar aún más este cáncer repugnante que se extiende frente a mi balcón y cubre el anochecer de torres y estafas. Ahora resulta que no sólo Camas, sino también Bollullos, y Bormujos, y probablemente muchos otros municipios de la periferia de la capital han sido víctimas de la enfermedad infecciosa que nos convierte a sus habitantes en imbéciles y damnificados a un tiempo: no cesamos de preguntarnos a quiénes hemos comprado nuestros techos y a quiénes hemos autorizado, mediante las urnas, para convertir el suelo de nuestros jardines en estiércol. Porque sobre eso se asienta, no me cabe la menor duda, el suelo que en este momento sostiene mi mesa y las alfombras que me calientan en invierno.

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