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Columna
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El castillo

Rosa Montero

No me bastan los 504.000 kilómetros cuadrados que mide España. Ni tampoco los 3.973.000 kilómetros de la Unión Europea. Todo ese territorio, aun siendo grande, no puede disolver mi aguda sensación de claustrofobia. Aquí estamos, encerrados en la prisión de oro de nuestros privilegios, atrincherados en la fortaleza de una abundancia tal que llega al desperdicio, mientras el resto del planeta se lanza al asalto de nuestros baluartes, una legión de desesperados y de miserables, hombres y mujeres que no tienen nada que perder más que la vida, seres humanos como tú y como yo que tuvieron la mala suerte de nacer extramuros. Mujeres embarazadas, chicos adolescentes, analfabetos y licenciados universitarios. Una muchedumbre variopinta unida por la misma necesidad y la misma angustia.

Un antiguo y celebérrimo titular del periódico británico The Times decía en primera página y a cuatro columnas: "El continente, aislado por la niebla". He recordado esa disparatada frase en estos días, ese sentimiento insular y ombliguista que nos hace creer que el centro del mundo es este lugar en donde vivimos, y que lo demás sólo son arrabales. Pues no. Hay mucho más mundo que esta Europa rica, que esta España erizada de pavorosos alambres de espinos, en cuyas cuchillas se quedan ensartados los cuerpos dolientes y desprotegidos, las carnes indefensas y tajadas de los subsaharianos. Es una imagen épica, dantesca: un oscuro fortín sitiado y asaltado por todos los pobres que en la Tierra hay. Cómo se puede seguir viviendo dentro del castillo sin prestar atención a lo que sucede en nuestras murallas.

Todos protestamos airadamente, con bastante razón, por el muro israelí, pero aquí sólo queremos levantar vallas aún más altas. Y eso que los israelíes pueden aducir que se están defendiendo de ataques terroristas, mientras que nosotros pretendemos aislarnos de la hambruna y la indecente desigualdad que asuelan este mundo. No parece que las actuaciones de Zapatero en Extranjería hayan hecho mucho bien, ni tampoco su estupenda amistad con el Rey de Marruecos. Y sólo se nos ocurre mandar al Ejército a reforzar el muro. Lo siguiente será arrojar aceite hirviendo sobre los asaltantes.

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