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¿Cuánto podemos decidir?

Fue en el debate en el Congreso de los Diputados sobre la admisión a trámite del Proyecto de Reforma del Estatuto Vasco (¿recuerdan que existió una tal cosa?) cuando, en un momento brillante, los oradores intervinientes lograron condensar en dos frases, memorables por su plasticidad, la esencia de sus respectivas posiciones. "Si vivimos juntos, decidimos juntos", afirmó el presidente Rodríguez Zapatero. "Para vivir juntos, primero tenemos que decidirlo", le respondió raudo el lehendakari Ibarretxe.

Haber sido capaces de resumir en dos afirmaciones tan llanas y comprensibles para el público lo que los políticos normalmente tratan mediante términos abstrusos (tales como "soberanía", "autodeterminación", o "secesión") es un mérito indudable de ambos y probablemente explica el éxito que tuvo el debate en la opinión pública. Y merece que, por nuestra parte, intentemos analizar cuánto hay de válido en cada una de ellas. Sobre todo cuando el "derecho a decidir" sigue siendo el leit motiv del nacionalismo vasco.

Mala argumentación aquella que no puede generalizar el principio básico en que se apoya
La libertad que la teoría democrática predica como requisito para la obligación política es la del individuo

Conviene subrayar que hay un punto de partida implícito que es común en ambas afirmaciones, el que toca al fundamento de la obligación política: ¿por qué debemos obediencia a la autoridad? En efecto, los dos presidentes asumen la fundamentación estándar en la filosofia política occidental: la libre decisión del ser humano es la única fuente posible de su obligación de obedecer al Estado, plásmese esa decisión en algo llamado pacto social, consenso, o voluntad general (Grocio, Locke, Rousseau). A partir de esta coincidencia básica (de todo punto natural, puesto que ambos líderes se mueven en el mismo esquema ideológico), se produce la divergencia.

Rodríguez Zapatero asume que la contingencia impone un marco determinado a nuestra capacidad de decidir. La libertad está condicionada por la realidad, viene a decir. El decurso de la historia ha decidido en parte ("ya vivimos juntos"), y sólo asumiendo ese condicionamiento inevitable queda espacio para ejercer la libertad de decidir. Es un enfoque tipicamente prudencial, que acepta como inescapables las restricciones contingentes al principio del consentimiento.

La postura de Ibarretxe, por el contrario, privilegia el momento de la voluntad sobre el de realidad. Considera que la libertad es siempre susceptible de actualizarse y concretarse en un acto decisional único, que no está condicionado por un proceso histórico complejo; todo lo que la historia ha hecho mal (y el Estado español sería un caso de sociedad política mal hecha) puede rehacerse aquí y ahora mediante una libre voluntad fundacional. Y mientras no se rehaga, esa autoridad estatal carece de legitimación, puesto que no se funda en la decisión libre de sus destinatarios.

La contradicción entre ambas afirmaciones, aún partiendo del mismo substrato ideológico, es manifiesta. Naturalmente, sería fácil resolverla impugnando la premisa mayor, es decir, rebatiendo la validez de la teoría consensualista para fundar la obligación política, como hizo ya David Hume con argumentos poderosos. Pero ello sería hacer trampa en la conversación trabada entre ambos líderes, que debe resolverse en los propios términos en que se plantea.

La postura del líder nacionalista tiene, sin duda, mayor atractivo, pues privilegia la libertad sobre la contingencia, la voluntad sobre la necesidad. Parece un relámpago de libertad en un mar sombrío de inevitabilidad histórica. Y es que la tentación de intentar rehacer de raíz lo malhecho por la historia anida en todo corazón humano. Y, sin embargo, esconde algunas falacias en su propio planteamiento.

La primera, la de realizar una inexplicada transposición de ideas desde un sujeto individual a otro colectivo. La libertad que la teoría democrática predica como requisito para la obligación política es la del individuo, mientras que Ibarretxe la aplica a una parte concreta del pueblo, una parte que él considera como sujeto distinto del resto. Una consideración que es imposible de justificar en pura teoría democrática: Ibarretxe puede legitimamente defender que el pueblo que decide se limita a los vascos solos, pero Rodriguez Zapatero puede con igual legitimidad defender que el pueblo que decide es el español completo. Y de esa aporía no hay regla democrática que nos pueda sacar (Robert Dahl).

La segunda falacia, que en mi opinión es causa de destrozos irreparables en la tesis decisionista, es la de que esta tesis no es congruente con sus propias premisas, desde el momento en que restringe arbitrariamente su aplicación al ámbito que previamente escoge, y sólo a él, con lo que resta plausibilidad a su propio argumento. En efecto, si la decisión concreta puede actualizarse en cualquier momento histórico (si nunca es tarde para refundar la sociedad mal hecha), el principio debe poder aplicarse en todos los ámbitos, comenzando por el primordial, el del individuo y su sociedad. Deberíamos, entonces, empezar por celebrar (¡finalmente¡) el hasta ahora mítico contrato social y decidir cada uno si desea o no formar parte de esta sociedad. Y, luego, de este municipio, y de esta provincia y de esta comunidad.

Si la libre decisión es un principio, debe aplicarse a todos los niveles. Lo que resulta incongruente con la tesis de partida es afirmar que "debemos decidir si queremos vivir juntos", pero limitar la aplicación de esa decisión a la relación Euskalherria-España. De forma que, hasta ese nivel no existiría libre decisión, todo sería fruto inevitable de la historia, y yo (perdonen que me ponga como ejemplo) tendría que aceptar resignado el ser miembro con usted de esta sociedad, y ser bilbaino, y vizcaino, y vasco, lo quiera o no. En cambio, a partir de ese nivel reinaría la libertad, y por ello podría decidir ser español o no. Mala argumentación aquella que no puede generalizar el principio básico en que se apoya. Las leyes de caso único son falsas leyes.

Sé muy bien que las cosas en política no se reducen a la teoría, que más bien ésta es usada como un aditamento preciosista para posiciones previamente adoptadas. Pero el mínimo respeto a la seriedad con que debatieron aquel día de febrero nuestros líderes nos exigía hacerles el homenaje de tomarnos en serio, por una vez, lo que dijeron.

José María Ruiz Soroa es abogado.

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