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Un nuevo alfabeto para la vida

El anuncio es de una leche vasca, en él aparecen, en un ámbito rural, unos niños arrojando piedras contra un campanario. Estos angelitos parecen pasárselo en grande con su hazaña. En medio de la lluvia de piedras sale asustado el párroco, un hombre de edad avanzada al que una de las piedras le pasa rozando peligrosamente la cabeza. Ante mis asombrados ojos, el espíritu del anuncio parece decir que la fuerza de esos niños consiste en que todos ellos toman la mencionada leche.

Con gran estupor contemplo día tras día a este anuncio en televisión, sin que absolutamente nadie haya protestado reclamando al ente televisivo el cumplimiento de unos principios éticos, el mero ejercicio del código deontológico que rige para la publicidad infantil y en el que claramente se expresan los límites en los que ha de darse toda publicidad, máxime la dirigida al público de esas edades: "Reconocer la naturaleza imitativa de los niños/as pequeños debe llevar a los anunciantes a extremar sus cuidados para no hacer que la violencia sea atractiva o presentarla como un método aceptable para conseguir metas sociales o personales".

¿Qué sociedad estamos colaborando a crear? Nuestro deber es exigir de nuestras instituciones velar por el respeto a unos mínimos valores de educación para la convivencia pacífica, instando por los cauces que procedan o bien a la modificación de este anuncio o a su retirada. Para mí y para muchos otros, este anuncio es una clara apología de comportamientos violentos, únicamente entendibles desde la mala educación y una agresividad permitida socialmente. Una agresividad muy poco edificante, por cierto, para unos niños que asisten dentro y fuera de las clases a un creciente acoso escolar.

¿Es este el camino para ir desactivando una cultura violenta demasiado extendida en las aulas, en las calles, en las conductas? Estos días que se cumple el aniversario del suicidio de Jokin Ceberio debido al acoso escolar que sufrió por parte de sus compañeros de instituto de Hondarribia, me pregunto si estamos haciendo lo necesario por colaborar entre todos a una desactivación real y efectiva de la cultura de la violencia mediante programas educativos que primen el respeto a los derechos humanos por encima de cualquier otro objetivo personal o colectivo, con una pedagogía que eduque en la percepción en sensibilidad más que en la fuerza como herramienta de imposición de criterios y en la que se valore el respeto a la diversidad frente al pensamiento monolítico, siempre reaccionario, siempre peligroso.

Hemos asistido también estos días a la lucha, un año más, por lograr el respeto al derecho de igualdad de las mujeres para desfilar en el Alarde de Hondarribia. Es increíble que ocurran todavía estas cosas, instalados ya en el siglo XXI, pero, lamentablemente, el espectáculo siniestro del desfile de la compañía mixta de mujeres y hombres caminando entre grandes plásticos negros sostenidos por todos aquellos contrarios a la integración de la mujer en el alarde es una imagen que lo dice todo. ¿Cómo explicar esto a un niño?

Posiblemente, habrá que hacerlo; y hacerlo en clave de esperanza de que hay que superar estas oscuras etapas, desde la firme convicción de que nos queda un largo camino por recorrer en el logro de una convivencia cuidadosa con los buenos modales, la educación, la cultura, el pensamiento progresista, la vida en todas sus manifestaciones. Poco a poco lo conseguiremos. Mientras, nuestro deber es señalar que hay una ardua tarea educativa que realizar con niños y adultos en la construcción de una sociedad más humana.

Para finalizar en poesía, quiero recordar una antigua y hermosa costumbre rural vasca. Antaño, cuando a los niños se les caía un diente, esperaban a la noche. Entonces salían del caserío y, bajo el cielo, arrojaban esperanzados hacia la luna sus caídos dientes, pidiéndole a ésta el cumplimiento de un deseo. Hoy, también los niños actuales, aunque olvidada la antigua costumbre, siguen suplicando nuevos alfabetos de hueso para nombrar la vida.

Julia Otxoa es escritora.

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