Vivo del cuento
NO SE METAN conmigo que estoy muy sensible. No me escriban cartas recriminatorias, por Dios se lo pido, que sufro. Pues anda que no hay columnistas en España para cebarse. Será por columnistas. España es probablemente el país con más columnistas del mundo. Los columnistas somos producto, mayormente, del fracaso escolar. Con lo cual, en la siguiente generación habrá todavía más columnistas que en ésta. Si ven ustedes que el niño no les sirve para estudiar, el columnismo puede ser una salida, no todos tienen por qué ser fontaneros o actores. Los columnistas somos los que no sabemos de nada, pero vivimos del cuento. Yo así lo veo, aunque hay columnistas que van por la vida subidos en su columna, igual que Marichalar iba subido en su patín cuando volvió de América. Por cierto, que ha habido tres peatones atropellados en Central Park la semana pasada, a uno le atropelló una bici. Murió. A otro le atropelló un patinador. A una tercera la atropelló una de esas abuelas que van a toda hostia con la cabeza torcida montadas en silla de ruedas a motor tocando el pito para que te apartes. La que fue atropellada por la vieja está en el hospital, con pronóstico reservado. A mí estuvo a punto de pillarme una de esas abuelas. Me dio un susto que me puso los ovarios de corbata. Luego vi que la vieja se había caído con silla y todo en uno de esos hoyos que hay en las aceras en Nueva York. Pasé a su lado y me hice la sueca. Aquí, después de un año, te vuelves un auténtico cabroncete. Si yo me viera en la tesitura de morir atropellada preferiría, de aquí a Lima, que me pillara un coche a que me pillara un tío con patines, porque eso en España le daría mucha risa a la gente y no quiero avergonzar a mi padre. Esta semana un señor me ha dicho que por qué hablo tanto de Nueva York. El señor dice que con la de temas candentes que hay en España, a qué viene escribir sobre la feria de Coney Island. Qué le dice a él la mujer barbuda, qué le importa a él ese ciego de mi building que me tiene gato. El señor quiere que todas las columnas traten de temas candentes. Al señor le gustaría que cada semana todos los columnistas, contertulios, políticos y periodistillas hablaran de la misma cosa. El señor quiere vivir encabronado, el señor no quiere que nadie le distraiga de ese vicioso encabronamiento y menos una petarda que cuenta cosas como que el Empire State no se ilumina estos días para que no se estrellen las aves migratorias. El espacio que ella (yo) ocupa, piensa el señor, podría estar ocupado por las últimas declaraciones de Mas, Maragall, Carod, Acebes, Blanco o Carmen Calvo (cuyas declaraciones necesitan amplio espacio). El señor no entiende por qué misteriosa razón me lo han dejado a mí y a Antonio Martínez, que también habla de tonterías que no van a ninguna parte. El señor tiene toda la razón. Esta semana, por ejemplo, yo iba a contar una cosa irrelevante: que llevo viviendo 43 años para nada. Acabé mis estudios, me casé, me reproduje, me divorcié, me casé, publiqué libros, me dieron mi columna, me hice la graciosa, me vine a Nueva York, me reí hasta de mi sombra, creí haber alcanzado una posición en la vida. Para nada. Resulta que a mis años voy y me apunto a clase. Allí estoy a diario, rodeada de coreanos, que es la gente más lista del mundo. No ha sido destrozada por la EGB ni por la LOGSE. De alguna forma me siento, como Fernando Alonso, representando a España; pero, a diferencia de Alonso, yo soy, sin duda, la más torpe, la que tiene la nariz más grande, la que tiene más años. Ni mi edad ni mi experiencia me sirven para nada porque cada vez que me pregunta el profesor me pongo roja y me quedo en blanco. Como a los ocho años, busco que el profesor me sonría, busco su aprobación, me voy contenta a casa si me felicita; como a los ocho años, cuando respondo mal meto el cuello dentro del tronco, como cuando esperaba en el colegio a que me soltaran una colleja. A veces tengo exámenes y como entonces, igual, me apunto en una chuletilla unos verbos que no he estudiado porque por las noches bebo Tempranillo en vez de estudiar. Luego, en el examen, igual que cuando tenía ocho años, no me atrevo a sacar la chuletilla porque pienso: tía, que tienes 43 tacos. Pero hago algo peor: copio del examen de Jongjang, mi amigo coreano, que es bueno, disciplinado, y encuentra que eso de copiar es una costumbre occidental muy curiosa. Supongo que también me deja copiar porque me ve mayor, me tiene respeto, y porque tengo la nariz grande y porque me ha cogido cariño, qué coño, y no sé por qué. Ahora, igual que cuando tenía ocho años y cambié de escuela y me eché al fin una amiga, voy contenta a clase porque tengo a Jongjang. Cuando llego a casa le digo a mi santo que he aprobado y le oculto que copié. Él me dice: "¿Ves cómo nunca es tarde para aprender?". Él sabe que soy de la EGB, que eso es un handicap. Y luego me dice: "¿Te comiste la tortilla?". Yo le digo: sí. Pero la verdad es que no me la comí porque me da vergüenza comer comida decente. En la universidad todo el mundo come comida basura y no quiero que se rían de mí. Esto es lo que hoy quería contar, que a veces vivir no sirve para nada, porque siempre estamos en el mismo sitio, con los mismos miedos. Eso decía mi suegra, cuando iba a la escuela de mayores. Y yo no la hacía caso (es que como nuera soy regular).
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