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Columna
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Sociedad

Estos días se ha producido en un colegio católico de Málaga lo que algunas madres han llamado un incidente escolar: los pequeños y jóvenes alumnos han tenido piojos. Ya está dominada la invasión. Cuando yo era niño, hablar de piojos se consideraba desagradable, y en vez de piojos se les llamaba pipis o bichos. Había bichos en el colegio, a principio de curso, después de vacaciones, y en los últimos días, cuando llegaba el calor. ¿Quién le habrá pegado los pipis al niño?, se preguntaban detectivescamente las madres de entonces, y al incidente escolar de hoy las madres de ahora también le han buscado culpables.

Serán las tatas de los chiquillos, conjeturan nuestras Sherlock Holmes católico-maternales. Las tatas vienen de lejos, con sus cosas, con sus piojos. Cuando yo era niño, la tatas se llamaban niñeras, o muchachas, o, incluso, criadas. Ahora parece que se llaman tatas. Estos cambios de nombre son interesantes, informan sobre el estado de las relaciones laborales. La criada rememoraba una dependencia casi feudal del personal de servicio, criado en la casa desde la niñez. La tata sugiere cierto grado de intimidad familiar, de afecto retribuido económicamente. Últimamente he oído denominar cuidadora a la señora contratada para atender a los niños. Suena puramente técnico, una traducción directa del inglés childminder.

Hace veinte años, en las playas populares de Málaga, en la Misericordia y la Térmica, los niños atribuían los piojos a otros niños, gitanos, que dejarían liendres en la arena. ¿Llamaban gitanos a los pobres pobrísimos? Una amiga me comentaba el otro día que su hijo, de colegio privado, había conocido a unos alumnos de colegio público que, para extraordinaria sorpresa del joven estudiante, ¡no eran gitanos! Aquí, a los piojos, se les acusa de venir de la pobreza infernal, verdadera o imaginaria, como si fueran agentes de la lucha de clases estos animales planos, de patas cortas y robustas, uñas terribles para escalar pelos, y fauces picadoras-chupadoras. Parecen fenómenos de película de miedo, monstruosos no por su descomunal tamaño, sino por su diminuta invisibilidad. No merecen ser alumnos de ningún colegio, y menos de un buen colegio católico.

Mientras atacaban Málaga, los piojos también asaltaban en Inglaterra a los lectores del diario The Guardian, que discutían el sábado pasado, en un FamilyForum, cómo librarse de las liendres, o huevos de piojo, tan semejantes a la arena de playa. El nitcomb sería el arma fundamental contra el invasor. El nitcomb es el peine para quitar liendres, la lendrera, se decía aquí, una palabra que no oigo desde la adolescencia. Lavarse insistentemente la cabeza recomienda una sij que trabaja de childminder o tata, como dirían en Málaga. Una madre londinense ofrece una receta de loción para después del lavado: diez gotas de aceite de eucalipto, diez de aceite de té y diez de aceite de lavanda en un litro de agua.

Una profesora malagueña, de idiomas, me propone la hipótesis de que nuestros piojos sean ingleses, importados para universalizar entre nosotros la anunciada enseñanza bilingüe.

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