A cántaros
Hubo un tiempo, algunos lo recuerdan, en el que llovía sobre Madrid, nunca demasiado pero sí lo suficiente para inundar, dos o tres veces al año, la bocas y las taquillas del metro de Banco, indicativo fetén de la pluviometría urbana, y motivo de chistes reiterativos y estacionales que giraban siempre alrededor de la conveniencia de dotar a las taquilleras de la húmeda estación de aletas, gafas y trajes de buceo. Las lluvias llegaban puntualmente a finales del verano como telón final de las vacaciones, llovía, a veces copiosamente, en otoño, nevaba prudentemente en invierno y la primavera y el verano dispensaban chubascos y tormentas ocasionales.
"Para otoño madrileño, gabardinas Butragueño" repetían los anuncios de la radio, gabardinas e impermeables de plexiglás colgaban de los percheros y los ciudadanos empuñaban y enarbolaban marcialmente sus sobrios paraguas, preferentemente negros, o en tonos oscuros, mientras que las ciudadanas lucían con garbo sus paragüitas de nylon y fantasía en colores vivos y graciosos estampados y a veces calzaban chanclos, unas botas de agua que aquí se llamaban "katiuskas".
No faltaban los años de sequía, obligatoriamente pertinaz, que justificaban la construcción de embalses y pantanos impulsados por previsores funcionarios del Estado e inaugurados, con "Nodo" y foto en la portada de los diarios, por el Caudillo superlativo, señor de la tierra, del agua y del aire enrarecido que respirábamos sus súbditos. Los intermediarios y concesionarios, favorecidos por el régimen de las colosales obras públicas e hidráulicas se enriquecían y devolvían los favores a los altos capitostes del Movimiento, había trabajo para todos y dinero para unos cuantos y si faltaban trabajadores voluntarios siempre podía echarse mano, como se hizo en los primeros años de la posguerra, de brigadas de presos políticos, forzados a redimirse con el duro trabajo físico, nada como el acarreo y el picapedreo intensivo de grandes bloques de piedra para liberar la mente de malas ideas, conspiraciones e ideologías disolventes y nefastas.
A comienzos de los años setenta, el poeta y cantautor, Pablo Guerrero, profetizaba la inminente llegada de una lluvia liberadora y purificante, tenía que llover a cántaros para limpiar el paisaje de la suciedad, de la mugre acumulada en las largas y plúmbeas décadas de la dictadura. "Tú y yo, muchacha, estamos hechos de nubes, pero quién nos ata, pero quién nos ata" se preguntaba el artista extremeño replantado en el asfalto de Madrid. No llovió lo suficiente, ni a gusto de todos, pero los ominosos y luminosos cielos que marcaban caminos sobre el mar, rutas imperiales hacia el sol, rutilantes senderos en las montañas nevadas, se nublaron y los aguaceros de la libertad calaron muchos huesos y obligaron a muchos tránsfugas del franquismo extinguido a cobijarse bajo el amparador paraguas de una constitución democrática.
En Madrid capital, nunca llueve a gusto de nadie, pequeños chubascos generan grandes embotellamientos y tormentas moderadas anegan túneles y pasos subterráneos, inundan bajos y forman peligrosas lagunas en plazas y avenidas. En Madrid capital, nunca llueve, y por primera vez en mucho tiempo, yo no recuerdo otra, los ciudadanos, incluso los más reacios a mojarse, empiezan a mirar al cielo con preocupación y a desear fervientemente que las nubes descarguen su furia ausente sobre el agrietado asfalto aunque eso suponga más atascos, charcos traicioneros y barrizales insoslayables.
Hoy en los bares de Madrid se habla casi tanto de la lluvia que no llega como de la Liga en curso y del tráfico imposible, mucho más que de política por supuesto. "Con Franco llovía más" comentaba el otro día, acodado en el mostrador, más que nada para provocar, un provecto ciudadano que sufre periódicos accesos de nostalgia, sobre todo cuando se excede con el "Soberano", que achaca la contumaz sequía a una plaga bíblica que no terminará hasta que el Gobierno renuncie a tolerar el matrimonio gay, entonces y sólo entonces, el cardenal Rouco Varela convocará procesiones rogativas, para implorar del cielo el maná de la lluvia, un método casi tan eficaz como la danza de la lluvia de los pieles rojas adoradores de Manitú.
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